Estoy seguro, esta puede ser una de las peores noticias para el futbol amateur del mundo, pero este domingo me sucedió algo fantástico: hice mi debut como director técnico.

Por cuestiones propias del bellísimo universo que son las ligas futboleras del fin de semana, tales como jugar en campos ajenos a cualquier señal de vida o esperar hasta veinte minutos después de la hora para tener equipo completo (y como en esta ocasión, ambas), mi ansiado discurso de presentación debió esperar hasta el medio tiempo, después de caminar como león enjaulado en la banda, bajo el sol de las 12 del día y durante poco más de treinta y cuatro minutos (lapso que aproveché para tener mi primer intercambio de opiniones y cariños con el imberbe abanderado, tras recibir un gol en insultante fuera de lugar).

Por supuesto, sé que no soy Bielsa, Mourinho, Jürgen Klopp o Pep Guardiola. Y también sé que esto no es la Champions League. Y también, sé que no llego a dirigir a Messi, Cristiano o Mbappé. Esto último, pude percibir, cortó las risitas socarronas y cuchicheos que ‘mis muchachos’ me aventaron al principio.

Después, les he pedido un par de cosas: orden y cero reclamos al cuerpo arbitral. Lo justifiqué hablando del respeto al juego, de que ellos se equivocan menos que nosotros, y que, al final del día, “venimos a divertirnos”.

He sido sincero, aunque también debo confesar que, a lo largo de mi paso por las canchas, con los árbitros desarrollé -con tacto de orfebre- la virtud de romperles la paciencia; y no pienso perder semejante gozo por absolutamente nada.

Como no podía ser de otra manera, inicié este peculiar periplo con una derrota.

Les seguiré contando.

Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.