Quizá hoy no sea el día más adecuado para escribir esta columna, por respeto a  mis cuatro leales lectores que no tienen la culpa de mi compulsión maniacodepresiva…, pero así es esto del lavadero cibernético y la prensa.
Me pregunto: Qué es lo que nos hace luchar hasta con las muelas a sabiendas de que al final, perderemos la partida y será igual para todos. No habrá diferencia entre la soledad que podrá sentir Donald Trump o el cuate que barre la calle o el cantante de ópera. Este remate será igualito para todos. Lo único que pudiese ser más o menos diferente, sería el preámbulo del gran final, es decir, si dejaste un montón de pendientes por resolver, arrepentimientos y rencores o si te vas con las manos limpias, en paz y rodeado de buena onda. 
Y que voy a hacer cuando mi corazón cierre los ojos. Mi  corazón no entiende de razones, late como que si se mandara solo, como si nunca hubiese sido  mío. Se hinca  donde cae, se ciega en ira o se ahoga en incoherentes ternuras. Mi corazón, lobo rabioso, terco incoherente, brujo terco y saltimbanqui pendiente de las flores del romero, amante irredento de la música, la buena palabra y de la sonrisa de una sola mujer, amor de tiempo atrás, de hoy, de cuando alguien dijo “Hágase la luz”. 
Tal vez mi corazón se disolverá entre los manotazos de la vida que destroza de un solo golpe lo que toca, lo transforma en un juego feroz. Un manotazo y ¡zas! la pena se transforma en alegría, otro golpe y la nostalgia se convierte en esperanza, ¡zas! y el sueño trasmuta al instante en una realidad desbastadora y así, hasta final, el instante en que no queda nada, más que el eco de un manotazo descorazonador que en silencio se fundirá en el olvido.
Juego extraño, eso que llamamos vida y que se esconde en un lugar que hemos dado en llamarle Corazón.