Estaba sólo, completamente sólo. Y no era porque la gente de su administración que está muy atenta, impedía que se le acercara alguien. Dicen que al patio de cuadrillas llegó por la puerta que comunica la Plaza México con el estadio adjunto. No, no fue por su lejanía tan vigilada. Se quedó consumadamente sólo, porque renunció a sí mismo. José Tomás, después del primer toro, se ausentó dejando en la plaza a una silueta vestida de rosa y oro, una delgada figura de pelo plateado, rostro triste y proceder hierático. El héroe legendario y divino de la tauromaquia contemporánea, perdidos sus mágicos poderes, se había difuminado.
La corrida del treinta y uno de enero del año 2016, será la simbólica y patente muestra de que la posmodernidad ha alcanzado lo que parecía imposible: adueñarse del anacrónico arte de lidiar toros y matarlos a espada. Como signo prevalente de la condición posmoderna, la tarde fue de desencanto, de vacío y de impotencia. Nos quedamos desamparados y a merced de las circunstancias. Se anunciaron seis toros y hubo tres, los de Los Encinos. Dos de ellos, por azares de la vida o por una imposición arbitraria, no le correspondieron al mito, sino a Joselito Adame que tuvo que cargar con el peso de la corrida y, digan lo que digan, no lo consiguió ni de coña.
El toreo protocolario y litúrgico únicamente se pudo disfrutar en el primer toro. Los muletazos de gran hondura fueron presagios fallidos. Por la fidelidad de sus zapatillas a la arena, el mito de Galapagar fue cogido dos veces sin que el pitón encarnara. Series de naturales de gran pureza y una estocada hasta la empuñadura nos salvaron de la decepción total. El recuerdo del que abrió plaza se convirtió en un consuelo muy pobre: “¡esos naturales valieron el boleto!”, decíamos resguardándonos. Después, todo se vino a tierra. Joselito Adame ahogando a los toros, hizo intentos achabacanados por rescatar el arte. Fue inútil. El Olimpo había devenido en La Petatera. El cárdeno que lidió el maestro como segundo de su turno, apenas cubrió las expectativas. El quinto de la corrida saltó a la arena y fue un desengaño, tenía estampa de novillo. Peores han salido en la decadente setentona y hasta han sido indultados, pero el horno ya no estaba para bollos y fue pitado con estruendo, adicionando la enorme intención de jugar el morlaco de don Javier Sordo Madaleno, el juez a toda velocidad ordenó fuera sustituido por una sardina de acometidas vulgares procedente de Xajay. Con ello, todo estaba consumado. Entonces, ya no tuvimos con que llenar el vacío.
Dijeron los encabezados de algunos portales electrónicos que el ganado frustró el lleno y la pureza de José Tomás, pero no es cierto. Fuel el propio diestro y su meticulosidad para escoger animales de nobleza extrema y tamaño cómodo, lo que dio al traste con el evento taurino de la época. Presas del desencanto, los gritos localistas se espetaron ordinarios y absurdos. El entusiasmo y el cariño con el que recibieron al mito, se tornó en rencor y ganas de venganza.
No hay desamparo ni pesimismo mayores que los que invaden cuando el héroe está abatido. Sin embargo, a pesar de que teníamos todo en contra, por ejemplo, a los veedores de José Tomás que escogieron toritos de pequeña y juvenil estampa de don Fernando de la Mora,  a la prepotencia de la empresa al reseñar dos reservas de Xajay, a Joselito Adame que nunca entendió a sus toros, sumando detalles como lo de aventar las zapatillas con la misma gracia y categoría del burócrata que agotado se deshace de las pantuflas antes de meterse a la cama, a pesar de todo ello, en nuestros corazones alentábamos la llama claudicante de la ilusión, queríamos un toro de regalo. No nos podíamos marchar así. Pero el rumbo estaba marcado, el héroe caído era un simple mortal que se metía entre barreras como una sombra. Sí, si hubiera podido dejar la piel en la arena lo habría hecho, con todo, las malas decisiones le pasaron la factura, misma que pagó la afición.
La tarde se agotó a luz de las luminarias, el torero del millón de dólares y la corrida de la época habían terminado en un descomunal embauco.