Permítanme hoy escribir de la más bella de todas las fiestas, porque desde hace muchos años, los taurinos mexicanos no vivíamos una tarde de tanto orgullo en tierras extranjeras.

El valor es el atributo infaltable de los héroes. Particularmente en quienes deciden apostar su vida al vestirse de luces y mantener viva una de las pocas profesiones donde se juega día a día con la muerte.

En mi largo traslado a Nimes (sur de Francia) pensé en el orgullo de la familia Adame, de tener al segundo matador de toros desde que el mayor de esa dinastía tomó la alternativa en Árles (sur de Francia) hace nueve años.

Esta vez el turno fue para Luis David, quien venía poniendo muy en alto a nuestro México en su andar novilleril por tierras ibéricas, al grado de ser hoy el puntero de los doctorantes.

No se puede entender la trascendencia de lo logrado por los Adame, si no recordamos que la primera muestra de valor derrochado fue el día que quemaron sus barcos para hacer la Europa pensando y soñando en el triunfo de su primogénito.

Sin conocer el próspero futuro de sus hijos, porque Joselito era un niño torero, mientras que Luis David y Alejandro unos críos casi de brazos, los padres echaron lumbre a sus naves, demostrando una valentía poco común en estos tiempos, donde la seguridad y la sobreprotección paterna abundaba y producía juniors por doquier.

Tras el paso de Joselito, de becerrista a figura del toreo, ahora tocó el turno a Luis David, en una de las plazas más importantes del mundo, el Coliseo de Nimes.

Para el antitaurino y para quien le es indiferente esta fiesta, puede ser difícil de asimilar la dimensión de la proeza de los Adame, pero más allá de las filias y fobias por la tauromaquia, colocarse en el escalafón mundial de una profesión en donde la competencia es brutal y en la que además, te juegas la vida día a día, el mérito es incuestionable.

Vestido de blanco y oro, como si de su primera comunión se tratara, Luis David partió plaza en el milenario Coliseo de Nimes, y cual gladiador romano, pisó la arena para pelear no solo por su vida, sino para exigir un espacio como figura del toreo.

Espantando de valiente, como sus padres cuando quemaron sus barcos, el mexicano fue arropado por sus dos enemigos, levantándose sin verse las ropas, para construir dos faenas de triunfo y de éxito.

El difícil, pero conocedor público francés fue conquistado por un joven hidrocálido que mostró que la sangre azteca que transita por sus venas no desentona con la de aquellos gladiadores romanos que hace dos milenios peleaban por sobrevivir.

Orgullosos deben estar —unos desde las alturas y otros por Canal Plus— los Armilla, los Silveti y los Arruza, porque una nueva dinastía mexicana hoy trasciende en el viejo continente como lo hicieron esas leyendas.

Ayer, los mexicanos en Nimes, vivimos una tarde mágica que nos hizo suspirar por la alta y simple posibilidad de tener a una nueva figura del toreo.