Hay obras de arte que modifican el discurso de una disciplina. Ellas rompen para siempre los esquemas y se convierten en íconos. Anunciado en un cartel modesto, Curro Díaz llegó a la feria de otoño a desintegrar e los ordinarios toreros “pegapases”, que dan muletazos bonitos sin más. La tarde de su comparecencia ha pegado pases verdaderos y de una gravedad, como la que tiene el cónclave antes de soltar el humo blanco y, por si fuera poco, con la desgarradora hondura y emoción, que tiene el mejor cante flamenco.

El programa de la Plaza de Las Ventas anunciaba toros del Puerto de San Lorenzo para un mano a mano sin ninguna lógica, Curro Díaz y José Garrido, que también ha estado heroico y artista. Al final, los dos con toda urbanidad, se cedían el pase a la enfermería. Es que el guión se modificó en dónde menos lo imaginábamos, merced a que la “sanlorenzada” salió perversa. Con perversidad y perfidia de libro: mansos, peligrosos, inciertos y por si faltara, si desarmaban al diestro, lo perseguían al galope casi hasta la puerta de su casa. Fueron unos bichos de pesadilla que parecían haber sido criados en una granja poseída en Harrisville y que más que lidia necesitaban un conjuro.

Curro Díaz toreó al primero con muletazos preciosos, pero el toro tenía poco gas y se apagó pronto. Además, la marea roja por una estocada defectuosa apagó los ánimos. En el tercero de la tarde, un pájaro de cuenta, el diestro andaluz sufrió dos “arropones” de espérame tantito, que luego, pasados los días, resultaron en que tenía un tabaco interno de quince centímetros en la pierna.

Pero a lo que íbamos, en aquel momento de la tarde, salió el quinto. Curro Díaz aporreado y disminuido, pero más valiente que un tejón, que larga trapo jugándose el tipo en la última carta que era un dechado de mansedumbre. El diestro andaluz se impuso a cada lance y en el último tercio, recibió con unos doblones que pusieron orden en todo el universo. La lidia pulcra, magnífica y bella señalaba el acontecer de la tarde, por su parte, el luciferino manso apretaba a tablas y no dejaba opción. Entonces, Curro Díaz convertido en el mismísimo inventor del toreo, pegó una breve pero colosal  serie de pases con la derecha. Cada muletazo mejor que el anterior, diáfanos, largos, suaves, armoniosos. Entre que enganchaba y despedía, daba tiempo de rasurarse y el temple era el perfecto. Tres de esos pases fueron milagrosos, tanto como para que las palmas se las hubiera tocado el Camarón de la Isla. El coleta linarense estaba ante la cátedra del toreo explicando por nota cómo se debe bordar una tanda. Ojalá, lo hayan visto sus colegas, sobre todo, los amos de la tauromafia. Figuritas, ¡atención!, eso fue una serie de pases  a más hondos y cargados de toreo verdad.

A esas horas, el torero de Linares estaba desfondado, sin embargo, todavía tuvo caudal para pegar un trincherazo antológico. Ya no esperábamos nada. Eso tiene el arte sobrecogedor, grandioso y tremendamente emotivo, que después de haber estado frente a Los amantes de Teruel, la pintura de Antonio Muñoz Degrain; después de haber escuchado el Dueto de las flores, de Debussy, cuando lo han cantado Anna Netrebko y Elina Garanca; después de haber leído El amor en los tiempos del cólera y después de esa tanda de Curro Díaz, debe pasar un tiempo largo, para que el espíritu apabullado ante la belleza que ha testificado, se reponga de los golpes de inmensidad.