Siempre me asombra que paguen un dineral por los boletos para una corrida de toros y que se queden impasibles cuando a la arena saltan, uno tras otro, seis novillos seis. Que además, se aprecia a simple vista que a los pitacos les pasaron el serrucho. La afición es paciente. No hubo uno sólo espectador, por lo menos esa tarde, que despotricara tras la talega que pagó por su entrada. Se la comen con queso y sin soltar siquiera un improperio que raje en dos el viento de la tarde contagiando a otros para empezar la bronca.

Tengo una larga lista de cosas que, en los toros, la gente acepta con la mansedumbre de un santo varón. Por ejemplo, que por más chico que sea el novillín que abanto recorre la arena en paralelo a las tablas, la tibia rechifla del público que lo protesta, se calla en cuanto el diestro de turno -cobijadito en tablas- pega una larga cambiada al joven cornúpeta y de paso, a la borreguil clientela que ya embaucada troca los silbidos por aplausos.

Sin embargo, parece que a pesar del conformismo de los miembros del ovejuno rebaño y de su falta de voluntad para defender sus derechos, a algunos diestros les está cayendo el veinte y quieren subirse al carro de la honestidad que conduce a las ligas mayores. Lo digo por Sergio Flores que hace casi dos meses, para su encerrona eligió toros y no becerros, y por El Payo que el miércoles, en la primera corrida de la feria de Tlaxcala, se plantó firme, echó el pie de salida para adelante y toreó cómo se debe.

Fue en el tercero de la tarde, el único con apariencia de toro, un sardo de capa y veleto de cornamenta, justito. La faena de Octavio García fue de toreo verdad, por lo tanto, fue reconciliadora e interesante. Es que en vez de perder un paso con la pierna contraria del torero con respecto al sitio en el que arranca el toro, El Payo movía ese pie hacia adelante. Ahora, que vivimos tan a gusto con las cosas de imitación, falsas y provisionales, en el toreo está de moda echar la pierna de salida para atrás en lugar de hacerlo como se debe, o sea, al frente. Dicen los diestros del choro mareador que con la zapatilla atrás se alarga el muletazo, se despide el toro a la espalda y con ello, casi da una vuelta completa en torno al que torea. Retrasando la pierna de salida, aseguran ufanos, se da más dimensión al muletazo. Sí, y también más coba, más pedrería de plástico y más rollo sandunguero. Esa es la razón por la que, al final de la serie, tienen que rematar con un cambiado por la espalda.

Con lo hecho, El Payo demostró torería y no “pegapasismo”. Al contrario a lo que hacen los demás, se esforzaba por quedar colocado. No perdía el pasito y se aplicaba en muletear según las reglas de la tauromaquia, que son como las mujeres feas, es decir, no hay quien las siga. La diferencia entre el toreo verdad y el toreo ventajista es más grande que un océano. La cosa adquirió tintes de seriedad –hay que decirlo, en medio de una parodia- tanto que los espectadores seguían la lidia atentos y respetuosos sin pedir música y sin gritar memeces. Es que cuando se da el toreo auténtico, el público intuye el riesgo y percibe el dominio que está ejerciendo el espada.

El resto de la corrida fue la cara opuesta. Gerardo Rivera que recibió la alternativa y Joselito Adame que se la otorgó, dado que torean mucho en España, vinieron a hacer la América. El colmo se dio en el segundo de Adame, un animal corniausente y con lo que le dejaron de madera hecha cisco. Los restos de cuernos fueron inaceptables para un público que ya había aguantado demasiado. Además, el de Aguascalientes mató de sendos golletazos, por demás, infames.  La corrida de Montecristo tuvo apariencia de novillada, además, salió sin casta y con la debilidad de un convicto en un internado para señoritas.

Si El Payo continúa en su empeño de ganar un paso con la pierna que debe ir adelante, los que vayan al tendido cambiarán el jolgorio por el aprecio de la profundidad, comprendiendo que las cosas sólo adquieren importancia cuando pasan por el tamiz de la verdad. Ese es el camino a la auténtica gloria.