En esto del toreo hay un ejercicio fascinante y se trata de encontrar siempre el frijol en el arroz. No hay tarde perfecta, ni faena completa. Siempre falta algo con lo que lo visto hubiera salido mejor. La palabra “pero” -o sea, la conjunción adversativa- es imprescindible para los que gustamos de ver la vida llena de contrastes.

En Tlaxcala nos dieron el cartel esperado en cuanto a las ganaderías, pero fue con toreros aprendices. La combinación era torista, pero en una novillada. Fue durante la feria de “Todos los santos”, pero en la última fecha, cuando ya se han apagado los reflectores. Además, algunos de esos novillos salieron buenos, pero los novilleros a los que les correspondieron todavía están “verdes”.

Fue el domingo veinte de noviembre. El fresquito tlaxcalteca ponía más nostálgica la plaza. Era, como ya dije, la última del serial. La gente respondió a su fiesta e hizo una buena entrada. El sol tibio iluminaba el campanario del convento de San Francisco como si lo hubieran construido en específico para eso, para que lo iluminaran los rayos mustios de una tarde de corrida en el penúltimo mes del año. Es que desde esos detalles comienza la gracia. El astro pintaba de luz las piedras centenarias de la torre, los encinos y los fresnos soltaban las hojas secas como una lluvia de oro y de vez en vez, las campanas doblaban provocando el vuelo de las palomas.

Con dedicatoria a Rafael Serna, Gerardo Sánchez y Ulises Sánchez, encerraron dos toros de Piedras Negras, un par más de Tenexac y otros dos de De Haro. Negros y cárdenos claros y oscuros, se vieron muy entipados según la casa de la que salieron. Los hubo buenos y mejores, todos con mucha raza y en su mayoría, claros y fijos, por ello -y por lo propicio de las circunstancias-  la corrida fue un encanto. A todo esto hubo otro “pero”: Los coletudos con un poco de más bagaje hubieran hecho faenas antológicas. Les faltó experiencia, porque, o no se acoplaban o les pegaron muchos pases sin sacar nada concreto, pero –nuevamente, la contraposición- había casta y la novillada fue muy interesante.

Además, el segundo que era un torito, quiero decir un novillo, sí, pero que mostraba en su estampa hechuras de toro con sus pitones delanteros, su morrillo astracanado, hondo, el rabo bien servido en la borla, salió galopando alegre y con armonía. Desde el primer capotazo supimos que sería de nota superior. Era de De Haro y acomodó la cabeza en el capote de Gerardo Sánchez. Luego, se fue a más en el caballo. Pero lo grande vino en la muleta, porque el novillero le sacó buenos pases por la derecha y largos y templados naturales. El novillo tenía una codicia insuperable y la demostraba según se le pidiera con la tela, cuando el torero lo mandaba largo, el torito se iba hasta la otra calle, pero –una vez más el “pero”- cuando el del traje de luces se adornaba en pases del desdén tras el remate, el utrero se le quedaba en los tobillos. Fue un gran ejemplar y después de la estocada sonó el clarín, ordenando a los mulilleros que el arrastre se diera a paso de homenaje.

Antes del torito salió un piedrenegrino que dio juego. La fiesta se consumó con otros cuatro novillos, los guapos de Tenexac muy enrazados, otro bueno de De Haro y el cierra plaza de Piedras. Se cortaron varias orejas, pero eso no significa que hubiera triunfos apoteósicos. Lo que fue un hecho, es que la corrida tuvo su embeleso y su belleza. Era que, entre otras cosas, los listones de las divisas veneradas ondeaban sobre los morrillos. Es que una moña no sólo sirve para distinguir, sirve, también, para tranquilizar la vista de los diletantes, para reivindicar aficiones y para ponerle festivas cintas de colores a una tarde de tristeza, pero dulce y  luminosa.