Hay nombres que no acaparan hoy —y creo que nunca— los likes de las publicaciones de Facebook. Y eso, por otra parte, creo que está bien. Facebook es un muro: es el mejor nombre con el que puede conocerse, porque es un muro donde todos grafiteamos.

Algunos pretendemos que nuestros grafitis sean un poco “más serios” o que tengan “algún contenido”, pero, a fin de cuentas, es la oportunidad que esta era de la telemática nos brinda para la versatilidad.

Satanizar Facebook porque en un par de días, adquieren fama acontecimientos o personajes que protagonizan la banalidad, resulta un tanto farisaico.

No, no es Facebook, la razón o el origen de nuestra fragmentada comunicación: es creo, yo, la consecuencia. Lo mismo pasó hace unas décadas en las oleadas de descalificación, por ejemplo, hacia las telenovelas con argumentos reiterativos y de escasa calidad literaria que no mermaron su fama, porque cientos de miles de espectadores las colocaron, hasta hoy, en los raitings más altos. Igualmente, nadie nos obliga a usar esa red social y, no obstante, nos sentimos —a veces de manera patológica—, necesitados de ser vistos y leídos. Efectivamente, se trata de una red gratuita, porque quienes en ella publicamos, somos sus empleados y, reitero, nadie nos obliga a serlo. Hay otras muchas, pero nosotros la elegimos.

¿En dónde radica esta fuerza de penetración, esta seducción de realidades contra las que en ocasiones renegamos?

Algunos hombres que han tenido el compromiso y la esperanza de crear otra historia de nuestro país quedan, por desgracia, olvidados o sus nombres han servido casi exclusivamente para identificar calles o ciertas instituciones que apenas los honran.

A mitad del siglo pasado, Antonio Caso, filósofo mexicano, fundador de la Escuela Nacional Preparatoria, escribió su obra La existencia como economía, como desinterés y como caridad. Muchas son las aportaciones al pensamiento crítico de este autor, cuyo compromiso con la búsqueda libre de la verdad lo enemistó con otro gran personaje llamado José Vasconcelos. La razón de su enemistad fue cuando Vasconcelos aceptó el puesto de secretario de Educación, lo que para Caso constituía una incongruencia, pues sostenía que la filosofía no puede estar al servicio de ningún sistema oficial. Vasconcelos tenía sus razones… y Caso también… Eran, en verdad, pensadores.

El punto es que en esa obra que cito, Antonio Caso concluye que el ser humano actúa obedeciendo tres dimensiones que lo constituyen: la primera de ellas es la economía, cuyo principio es “el mayor provecho con el mínimo esfuerzo”.

Es esa dimensión económica, de acuerdo con ese pensador, la que está presente en el instinto de supervivencia, una supervivencia que no se refiere solamente al aspecto biológico, sino a la supervivencia en muchos otros ámbitos.

Si es verdad que la música que conocemos como “grupera” o las canciones de ciertos compositores de gran popularidad alcanzan fama y penetración insospechada, se debe a la economía de sus estructuras musicales o poéticas. No estoy descalificando a ultranza, pero está en nuestra condición, optar por lo económico, y eso, reitero, nos permite sobrevivir.

El Teletón, por cierto, efectivamente se trata de un proyecto orientado al servicio; cuyos beneficios no se cuestionan; sin embargo, quienes reducen su compromiso social a la aportación de donativos, se mueven también en la economía de acciones, sobreviviendo a una exigencia de responsabilidad con los necesitados.

Pero hay otras dos dimensiones. La siguiente es el desinterés, cuyo principio es el máximo esfuerzo sin considerar como determinante el provecho. El esfuerzo que muchos de los grandes personajes del arte y del pensamiento han dejado plasmado en sus obras y en sus actos, no se orienta precisamente a la obtención de beneficios tangibles; algunos murieron en la miseria y el anonimato, con la mirada puesta en el valor mismo de sus actos, valor al que la Historia les dio su lugar, aunque no a todos.

La tercera dimensión es la caridad, de la que no me ocuparé en estas líneas, por lo profundo de su contenido, pero que parte del principio de la entrega sin cortapisas.

Pues bien, ante esta oleada de banalidades a la que todos abonamos y de la que también nos quejamos, creo que no nos haría mal echar un vistazo a cuál de estas dimensiones le invertimos la mayor parte de nuestra vida y tal vez, digo yo, haríamos algo más que creer que un grafiti nos hace trascendentes, y podríamos ver que no es en lo inmediato donde radica toda la existencia.

Hasta la próxima.

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