“Guarda tus convicciones para reconocerlas, unos instantes antes de tu muerte”, escribió el filósofo mexicano Antonio Caso hacia mediados del siglo XX.

Otro pensador, Albert Camus, francés, en El mito de Sísifo, asegura que no vale la pena morir por una idea: “El mismo Galileo, renunció a sus teorías, tan pronto vio amenazada su vida”, añade.

Pareciera que estos hombres abonan a la indiferencia y a la falta de compromiso vital, presente en el individualismo que no pertenece a una época determinada, sino a determinado tipo de personas de todas las épocas.

Pero, cuando alguien de la talla de tales filósofos, confecciona estas sentencias, no nos es permitido leerlas a la ligera, sino en su profundidad desde ese abismo que en nuestro presente asoma y nos vuelve la mirada hacia esas convicciones, hacia esas ideas que por defenderlas han generado abandono, hambre y muerte.

Y es que escapa a la experiencia de muchos de nosotros —por fortuna—, haber tomado un fusil para perforar el cuerpo de nuestro hermano, en aras de los ideales de la patria, de la religión, que, a fin de cuentas, no tienen un rostro, ni nos miran de frente.

Hace muchos años, mi padre, exiliado por el régimen de Francisco Franco, ya viejo, con nueve cicatrices de bala en el cuerpo, e inquebrantable en sus principios, decía, sin embargo: “No hay nada más estúpido que la guerra”.

Valores e ideales han existido desde que el ser humano busca el bien; es decir, siempre. Pero algunos se han traducido en destrucción. Y por el ideal del nacionalsocialismo, del comunismo, de la “verdadera religión”, del progreso económico, hemos sido capaces de volarle la cabeza a quien tiene nuestra misma dignidad.

Guardar las convicciones para unos instantes antes de la muerte —entiendo—, significa que por encima de las conclusiones de un silogismo perfecto, está el derecho del hombre de habitar la tierra —que no tiene dueño, sino que es dueña de todos los seres humanos—, desde la estatura misma de la diversa condición humana.

Lo que ha llevado a la cima a los grandes depredadores de la historia (calificativo que para muchos le viene a la medida, al señor Trump), es, más que una maldad intrínseca, una ciega convicción, una convicción de “cómo deben ser las cosas”.

Desde mi humilde punto de vista, el peligro de las convicciones a las que se refiere Caso, o de las ideas por las que no vale la pena dar la vida —como señala Camus—, es que sepultan el diálogo: diálogo: palabra que esconde en sus raíces el logos, la verdad.

El diálogo es complicado, requiere reflexión, autenticidad, y, sobre todo, espera y apertura… entonces, más vale hacerse de algunas ideas enarboladas, legitimadas por líderes e instituciones, combatir por ellas, despreciar por ellas, matar por ellas.

Las convicciones que hoy desprecian la diversidad, la emigración… son eso: convicciones convertidas en slogans de fácil digestión: la fortaleza de un país, el concepto unívoco de familia, la ley del más fuerte… que se confrontan con otras como las que enarbolan el placer desmedido, la búsqueda del bienestar aún a costa del envenenamiento por diversos caminos como el del consumo y la droga.

No, tal vez, no es la maldad, tal vez sean las convicciones las que nos hacen destruirnos.

Cuando Pilatos pregunta a Jesús: “Y, ¿qué es la verdad?”, Jesús guarda silencio… El siguiente capítulo describe al Nazareno martirizado… La pregunta quedó abierta para que fuese contestada, y los hombres y las mujeres construyeran la respuesta. Pero, no sé, tal vez no hemos entendido cómo debía construirse esa respuesta. Nos saltamos el siguiente pasaje evangélico: el que destaca la humildad y la entrega por los hermanos, no los pensamientos infalibles.

Hasta la próxima.

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