No me quiero quedar sin despedir. El sábado, Zotoluco se cortó la coleta, recogió los bártulos y dijo adiós. La biografía de este coleta es singular y personifica a toda una época del toreo mexicano, la del “sí, pero no”.

Me explico, Eulalio López no fue un cinturita y tuvo que partirse la mandarina sin el cobijo que da el nombre de papi ni las prebendas que brindan una familia influyente en el ámbito del toreo. Actuó en todas las plazas importantes del planeta de los toros y alternó con casi todas las figuras internacionales. La consigna que este diestro debería anotar con letras doradas bajo las armas de su escudo –en latín como se estila- es la de “faciem hominis duos globus solus”, o sea, “yo solito, con dos cojones y cara de hombre”.  Las armas, desde luego, serán un capote, una muleta y una espada. Como todo ser humano, Zotoluco lleva dibujados en el rostro los trozos de su biografía. Surcos en la piel que son las huellas dejadas por la muy severa costumbre que tuvo de jugarse las femorales.

Por sus venas corre sangre tlaxcalteca y por ello, heredó de su raza el misterio, la astucia y la claridad de pensamiento que le valieron para vivir del toreo por treinta años y la mitad de ese lapso mantenerse entre las figuras del toreo mexicano, hasta el sábado qué pasó y desde la tarde de “Velador” de la ganadería de La Gloria, cuando la afición de la Plaza México, lo sacó a hombros por primera vez. En esa corrida, Eulalio alternó con El Capea y David Silveti, y dejó en claro que estaba preparado para escalar a la cumbre del toreo. Claro, con el debido “sí, pero no”, porque la verdad es que después de que murió David Silveti, nos dio por llamar figuras a los que adelantan en el escalafón, pero que en realidad, no lo son ni lo aparentan. El caso y la cosa es que Eulalio López alcanzó la cima y se mantuvo en ella por mucho tiempo. Zotoluco es el torero que llenó el vacío en los tiempos de la decadencia.

Su palmarés cuenta con proezas muy brillantes: Las cuatro comparecencias en Madrid durante el año 2000. La tarde del viernes catorce de julio de ese mismo año, cuando se anunció en uno de los carteles de la Feria de Pamplona, al lado de Óscar Higares y Juan José Padilla. La actuación del de Azcapotzalco causó gran admiración, porque se entregó a rabiar, no escatimó pases a los toros de Miura y hasta se dio el gusto de ponerse de rodillas frente a los descomunales pitacos. También para la biografía del diestro queda la gesta de Valencia, la de los bravos “victorinos” que mandaron a la camilla a José Ignacio Ramos y al mismo Higares. Eulalio, determinado y valiente a carta cabal, despachó a los toros restantes. En el año 2002 mató la camada de Miura. Asimismo, queda en el recuerdo, la lidia al salinero de la casa de don José María Arturo Huerta, durante la última comparecencia de Zotoluco en la feria de Tlaxcala. El bicho era una pesadilla y presentaba más problemas que el libro de Baldor, el espada, por su parte, se fajó en una de sus actuaciones más gallardas y toreras.

Después, las hazañas reservadas a muy pocos en la historia del toreo mexicano se disolvieron en lo chabacano. Zotoluco cayó en esas concesiones que siempre se dan a los grandes guerreros, pero que en México no tienen el menor disimulo. Se sirvió de la olla donde se sazona el caldo de choteo: moritos jóvenes, cuernos tamaño plátano dominico, teletoreo hasta la exasperación y triunfalismo absurdo.

Tendrá que pasar el tiempo, para que el tamiz de la memoria depure la grandeza y deseche lo ordinario, es decir, para que olvidemos el “sí, pero no”, por ahora, ni hartos de tequila. Eso, si el hombre del apodo resonante no regresa, porque los toreros vuelven casi siempre. Han sido muy pocos los que han tenido la dignidad de mantener su palabra, don Rodolfo Gaona, por ejemplo.