“El único lugar en que se está desmemoriado y disponible. En el que se sirve solo a la vida: siempre al alcance de la sorpresa, siempre a las órdenes del destino...”

Desmemoriado y disponible, así añora el mar, Ulises, en La Odisea… Quizás es una tentación a la que no escapamos ninguno de los que habitamos este planeta; tentación a la que invitan las noticias que nutren los encabezados. Encabezados que van llenando de sangre nuestra memoria.

Quienes vivimos en las ciudades que miran al mar, y en las otras que miran el monte, a la llanura o a los grandes desiertos de asfalto, donde muchos quisieran embarcarse en el mar de Ulises para perder la memoria, también nos preguntamos: ¿Quién quiere tener memoria de la indiferencia de gobernantes que cuidan el discurso y lo escriben sobre la misma mesa donde se aniquilan sus habitantes? ¿Quién quiere guardar en el recuerdo la decepción y la desesperanza?

Los optimistas a ultranza pierden la memoria cerrando los ojos que no todo es malo. Benditos ellos que no quieren el mar de Ulises… Pero están los otros…

Los otros, los que no pueden perder la memoria de esos campos donde se siembra con tesón la peor de las drogas: la del adormecimiento de la conciencia.

Cuántos no pueden perder la memoria, pero cuántas memorias han sido abortadas. Esas memorias del espanto, de la impotencia al verse por última vez con el cañón de una escopeta en la frente, con la certeza de que ya no sería posible gritar.

La memoria sin referencia del niño, del adolescente, del anciano que de un segundo a otro tuvo el corazón atravesado, porque nada protege contra la estupidez criminal.

¿Quién puede perder la memoria de las calles adornadas con los macabros cráneos de quienes no tienen ya nada qué decir y cuya espantosa mirada muerta exige la vida; una vida que no les será devuelta jamás?

Si, quisiéramos a veces, escapar de la memoria de la sangre que es tinta de la mercancía impúdica de los diarios que exhiben, sin recato, charcos de sangre y contabilizan muertes, como si las muertes fueran el sujeto.

Pero el olvido viola y ultraja para engendrar al hijo de la indiferencia o del miedo desmoralizante. El olvido teje la demencia y se convierte en máscara adherida a nadie; a nadie que sí, puede en cambio, apretar un gatillo y aniquilar la esperanza.

Es verdad, ¿quién quiere la memoria que no puede contestar quién ha hecho qué, porque esa verdad se la han llevado los ultrajados, los que dejaron de respirar a manos de la imbecilidad entronizada a base de armamentos y pánico?

Pero Ulises también quiere volver al mar, “siempre al alcance de la sorpresa”, el anhelo de regresar al asombro, que es el antídoto de la aniquilación.

Porque perder la memoria ha abierto el paso a la indecencia que es fruto de un culposo silencio ancestral de quienes construyeron con sus componendas las grandes embarcaciones de la injusticia, la explotación y permitieron que los señores del crimen fueran los nuevos feudales.

Ojalá no perdamos la memoria. Que la tentadora decepción y la tentadora renuncia, no permitan que dejemos de creer que se puede tejer la esperanza desde la memoria rebelde… Volver al mar del asombro, que también añora Ulises, no al que aniquila la memoria. Tal vez los jóvenes esperen de los adultos una razón para no anhelar el mar donde se olvida y se navega merced al destino… Tal vez, nuestra tarea sea encontrar esa razón…

Hasta la próxima.

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