Se acercó, y a bocajarro, como se dice, me lanzó su reflexión: “No tengo muy claro el contenido de ciertas palabras que forman parte del vocabulario de aquellos que se dedican a la llamada superación personal. Palabras como felicidad o éxito.

“Tampoco tengo muy claro por qué cuando las leo en esos bien intencionados mensajes que buenas personas comparten en mi muro, no me dicen absolutamente nada.

“¿Por qué, me preguntó, esas frases motivacionales que invitan a quererse, respetarse, aceptarse, las percibo como una falta de respeto?

Al principio no supe qué responderle. El hecho es que a mí también me molestan. Será que uno se vuelve viejo. Será que la amargura ronda de la mano de la desesperanza y le guiñe un ojo a la muerte.

De pronto, también me di cuenta que la amargura es un calificativo que no tiene un significado universal; de hecho, quien se erige en juez para calificar a otros de amargos; tiene sus propias perspectivas.

Y pienso… Ese es el punto: las perspectivas. Justo desde donde miras, desde ahí, juzgas. Luego, pensar que ser feliz es una tarea obligatoria de los seres humanos, podrá tener algo de verdad, si nos ponemos de acuerdo en el significado de felicidad. Aunque, la soberbia humana ha tenido alcances como el de una renombrada institución universitaria de nuestro país que tiene un área “profesional”, enfocada al alcance de la felicidad.

A veces pareciera que todos los problemas de la humanidad comenzaron cuando empezamos a articular palabras, y estos problemas fueron en aumento conforme elevaba el número de quienes se adueñaban de ellas.

Hubo entonces héroes que nos liberaron de la univocidad de las palabras: se llamaron poetas. Aunque, la poesía no tiene un certificado que la acredite como tal: ¿quién se lo daría? Y, yendo más lejos: ¿Quiénes son los poetas y quiénes no?

De nuevo, es un asunto de perspectivas: cada quién tiene sus poetas, según desde el sitio en que los juzgue como poetas. Cada quien aspira a algún tipo de felicidad; cada quien tiene su propia convicción de éxito, de progreso, según sus anhelos y el sitio donde este parado.

En este enredo, no me queda más que pensar que los humanos estamos condicionados a nuestros horizontes: no es lo mismo mirar el mar desde la playa, que adentrarse en la inmensidad, en el riesgo, en la incertidumbre.

Decía mi maestro Francisco Galán, refiriendo el pensamiento de un gran filósofo, que los esquimales son capaces de distinguir más de cien tonalidades del color blanco. Tienen lo que se llama “conciencia diferenciada”, y un horizonte que les permite distinguir tal cantidad de matices.

Pero cuando nuestro horizonte es estrecho; podemos creer (y tenemos derecho) que ver “Troya” con Brad Pitt, equivale a haber leído La Iliada, o que conocemos la obra de Cervantes, porque nos sabemos el guión y las canciones de El hombre de la Mancha. Podemos creer que Dios tiene internet y que si replicas una oración, te caerá del cielo dinero a montones.

¿Hay algún pecado en ello? No: es cuestión de perspectivas, de horizontes. Y volviendo, a este asunto de la felicidad, tal vez consista en saber navegar a cualquier lugar y mirar desde cualquier perspectiva. Entonces, no tenemos, creo, el derecho de hacer unívocas las voces, pues éstas se pronuncian desde lo que miras y desde donde estás.

Y pienso: más que capitalizar conceptos como el de la felicidad o el éxito, y convertirlos en moneda de curso corriente, tal vez, digo sólo, tal vez, valga la pena aventurarse, abrir otros horizontes; dejar de pronto la comodidad de las frases hechas y desgastadas, de los libros de superación personal: asumir la tristeza, la inconformidad, la incertidumbre, la ignorancia, y construir y enseñar a construir horizontes a nuestros hijos, a nuestros alumnos… a esos que llamamos amigos.

Hasta la próxima.

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