La detención de Saúl Romero Rugerio el fin de semana en Guadalupe Hidalgo, al sur de la capital de Puebla, no es asunto menor. Romero Rugerio era buscado por la PGR e Interpol. A su cabeza le habían puesto un precio de 15 millones de pesos por los delitos de trata de personas o esclavitud sexual, según se le vea.

De acuerdo con la narrativa del reportero Josél Moctezuma, publicada en Parabólica.MX, se hacía pasar por un carnicero amable, “respetuoso con las señoras, sonriente y dedicado a su negocio”.

Era, sin embargo, un criminal sin escrúpulos que prostituyó a una cantidad indeterminada de mujeres, algunas incluso menores de edad.

En el invierno de 2002 pude ver de cerca el fenómeno de la prostitución forzada, fuente inagotable de dinero sucio en el municipio de Tenancingo, en Tlaxcala.

Práctica común en una pequeña población con estadísticas socioeconómicas contradictorias, pues se trata de un microcosmos con una notable presencia indígena que, sin embargo, gozaba de un crecimiento y capacidad adquisitiva por arriba de otros pueblos de la zona.

Caso que ilustra, la PGR incautó hace años a los Romero Rugerio una residencia valuada en 10 millones de pesos, lo cual sugiere una idea del nivel de ingreso en una familia, que de acuerdo con la versión de la hermana del clan, Ana Rosa Romero Rugerio, ofrecida a la PGR en septiembre de 2009, se dedicaban a la carnicería.

Las residencias que asoman en lontananza inquietan. Grandes, llenas de colores escandalosos, de arquitectura indefinida y exultantes obligan sobre todo a un estado de bonanza que crece detrás de un pernicioso oficio que resulta aterrador cuando se le conoce de cerca.

No lejos de ahí, en San Isidro Buensuceso, a las faldas de La Malinche, vi a una pequeña de no más de 1.50 metros de estatura. Era menudita y de cabellos largos, si acaso tenía 15 años de edad y difícilmente hablaba español; el náhuatl era su lengua y herramienta para comunicarse con su abuela, presa, como la nieta, del miedo por el regreso del padrote que se había llevado a la niña para venderla en el mercado negro de la pedofilia, los chichifos o lenones.

La entrevista fue un tormento por la dificultad del idioma y el temor de ambas mujeres que habitaban en una choza improvisada, sin ladrillos, a la orilla de la barranca que separa a esa comunidad tlaxcalteca de la junta auxiliar de la capital de Puebla, Canoa.

El fenómeno de la trata en territorio tlaxcalteca es tan viejo, que desde hace más de 10 años había niños varones en Tenancingo que crecieron en medio de un imaginario colectivo similar al del narco en el norte del país.

Ser lenón en ese lugar es sinónimo de éxito y poderío, aunque para ello deban mercadear con una hermana, madre o tía.

Activistas como Rosy Orozco, o la periodista Lydia Cacho, no habían encontrado aún una causa para volcar sus acciones en favor del género, pero ya desde entonces relatorías de la Organización de Naciones Unidas habían advertido de la esclavitud sexual en el centro del país: Puebla-Tlaxcala.

Eran mujeres secuestradas, llevadas con engaños, sometidas o drogadas a lupanares de Veracruz, Acapulco, Tijuana, Los Ángeles, Nueva York o Alaska, un fenómeno que tenía como epicentro el territorio tlaxcalteca.

Con la captura de Saúl Romero Rugerio la banda está casi desarticulada. Otra organización criminal como la de Los Granados vive también sus últimos días con la detención y extradición en enero a Nueva York, Estados Unidos, de Raúl Granados Rendón, hay un avance notable.

Es lo menos que puede suceder en ocasión de la conmemoración del Día Internacional de la Mujer.