Parece que los usuarios de Facebook tenemos un nuevo súper yo, como diría el señor Freud. Un súper yo que nos insta a comentar y a hablar de cualquier tema en boga.

Además, nos obliga a hacer comentarios que toquen o promuevan buenos sentimientos, que llamen a la paz, a la concordia, a la superación personal.

Ese súper yo que nos persigue cada vez que iniciamos sesión, es como el Pepe Grillo cibernético que dice: “escribe, escribe, opina. No puedes quedarte callado”. Y es el caso que esa insistente voz no tiene ningún pudor y lleva a que opinemos, tengamos o no conocimientos claros y fundamentados del tema.

Y es así que todos los días perdemos la maravillosa oportunidad de quedarnos callados y dejar que el silencio nos lleve a la reflexión. Nos arrebatamos los espacios huecos del muro, que termina tan grafiteado como las bardas del centro de Tlalpan.

Pienso los siglos que pasaron para que las obras de Aristóteles fueran accesibles a Occidente, y me pregunto cuántos seres humanos pasaron por aquella época del filósofo de Estagira; seres humanos de los que hoy no sabemos nada, ni quizás, nadie supo de ellos en su momento.

Hoy, por el contrario, en esta herramienta de la tecnología podemos enterarnos al instante de cosas tan banales como el resfriado de nuestro vecino, que publica inmediatamente fotos donde miramos desde los pañuelos desechables que ha utilizado, hasta su habitación desordenada, reflejo de su malestar: banalidad pura, existente siempre, pero que no tenía los espacios públicos para ser conocida.

Ignoro si esta ansia de publicar responde, como dicen algunos psicólogos sociales y sociólogos contemporáneos, a un profundo sentimiento de soledad, o al encanto que supone saberse visto, aunque sea de pasada por miles de lectores.

De una o de otra forma es encantador saberse famoso. Podemos recibir cien felicitaciones y sentirnos queridos gracias a que un dispositivo de Facebook recuerda a mis contactos que hoy es mi cumpleaños, sin necesidad de esperar quién verdaderamente se acuerde de ello.

Por otra parte, creo, y los que saben de verdad, podrán no estar de acuerdo, que ni siquiera las actuales barbaridades que es capaz de cometer el ser humano son nuevas; el punto es que no se difundían con esa velocidad.

El punto es que esas barbaridades era posible mirarlas, no como en un escaparate, sino como un acontecimiento que inspiraba la reflexión y se convertía en objeto de obras artísticas, literarias; en obras que salían a la luz desde el abismo de quienes buscan el sentido, no el dato.

Despierta en mi algún extraño sentimiento el hecho de que ya no acumula likes, ni invade las pantallas de nuestros dispositivos, el lamentable hecho de Ayotzinapa.

Probablemente los nuevos usuarios de entre 13 y 14 años, ni siquiera sepan qué fue lo que sucedió en aquella región de Guerrero. Dejó de ser artículo de buen consumo en las redes.

Una curiosa coincidencia me llevó a leer una novela de Michael Ondaatje. (Para quienes no saben quién es —yo tampoco lo sabía—, es el autor de El paciente inglés, novela que llegó a la pantalla hace algunos años).

El libro es El fantasma de Amil y relata los estudios que Amil, una antropóloga forense hace en una época convulsionada por la violencia en Sri Lanka. (Recuerdo que cuando me tocó redactar notas sobre ese país, desconocido para una inmensa mayoría, no sabía, ni sé, cómo se pronunciaba: Esrri, Sirí, Rí). Dice: “En 1989 desaparecieron 46 alumnos de la escuela del distrito de Ratnaputra y algunos de los empleados que trabajaban allí. Los vehículos que se los llevaron no tenían matrículas. Alguien reconoció un Lancer amarillo que había visto antes en el campamento militar. Ocurrió en plena campaña para aplastar a los rebeldes insurgentes y sus partidarios en los poblados. La mujer de Ananda, también desapareció en esa época…”

Extraña coincidencia que no se difundió en las redes ni levantó hipócritas indignaciones desde los dispositivos móviles pero quedó plasmada en una obra que cada que es leída recuerda que en esta edad de las nuevas tecnologías nos une en el tiempo y en la distancia, la estupidez. Y que no somos peores que antes… pero ahora podemos hacerlo saber de manera inmediata.

La pregunta permanece: ¿para qué?

Hasta la próxima.