Hace tiempo conocí a un héroe. A Pepe Murillo lo traté en el rancho de mi amigo José María Migoya. Eran los tiempos en que Chema mantenía un hato de vacas de lidia con su semental y entre tientas, herraderos, arrear la tropa para cambiarla de potrero y trabajo con el ganado, nos divertíamos como niños.

No están ustedes para saberlo ni yo para contarlo, pero aquellos fueron tiempos muy felices. Cambié mi reputación de catrín la vez en que monté para ayudar a los vaqueros a cortar unas vacas. Desde ese día, mi generoso y hospitalario amigo, en un gesto de cariño, tuvo a bien nombrarme caporal del rancho y montado en una yegua criolla que se llamaba “La Bandida”, era yo el hombre más feliz del mundo cortando el viento garrocha al hombro en galopes con los que aún sueño o huyendo veloz de la furia de una vaca malhumorada.

A aquellos tentaderos eran asistentes pertinaces los matadores Eduardo Liceaga y Leonardo Manzano, soñadores de gloria como Alfonso Migoya, mi hijo Francisco y los aficionados practicantes Eduardo Azcué y Miguelito Casanueva.

Un día, al rancho llegó Pepe Murillo que era un jovencito -un niño- muy amable y circunspecto. Sencillo, humilde, sólo se notaba su presencia cuando se requería ayuda. Entonces, aparecía acomedido metiendo el hombro, igual para curar una becerra que para arrimar la silla a una señora. Tenía la estampa del clásico torerito: delgado, correoso, pensativo y valiente de verdad. De muy pocas palabras, prefería hablar con los trastos, porque a la hora de desplegar el capote o de presentar la muleta, se transformaba -el milagro acontece algunas veces- en un hombre de rostro serio y sin importar la catadura de la res, con su toreo dictaba elocuentes conferencias sobre el temple, el valor, la clase y el arte.

Después, por los desencuentros de la vida, lo perdí de vista. Alguna vez mi hermano me comentó que lo había saludado en Cabo San Lucas. Desde entonces, no supe de él, hasta el domingo pasado en que volvió a aparecer con la misma estampa, delgado, hierático y silencioso. Igual que hace años, largando trapo a verónicas empezó de nuevo su discurso. Con una sola corrida matada en el 2016 confirmó su alternativa después de casi nueve años de haberla recibido. Allí estaba, plantado como un faro que aguantaba los embates de la ola cárdena y toreando con empaque de figura como si matara setenta corridas al año. Las gaoneras fueron un tratado de estética y valor, y los naturales una prédica sobre el temple. La faena a su segundo toro también fue de una belleza sublime, para botón de muestra, las tafalleras.

Ahora, gracias a las paradojas del toreo mexicano, o sea, toros auténticos, bravos y astifinos dados a matadores que no torean casi nunca, Pepe Murillo está anunciado para matar la corrida de San Marcos. El encierro es de tíos con barbas de filósofo, fuertes, bellos, bien armados y –se los firmo- saldrán muy bravos.

Pepe, junto con sus compañeros de cartel, Fabián Barba y Juan Luis Silis, van a vérselas con ellos en la última corrida del serial “Sed de Triunfo” de la Plaza México. Espero que los tres tengan mucho éxito y que triunfen, porque se lo merecen. Estos toreros son verdaderos titanes, sin un contrato a la vista y con la fe de un peregrino entrenan todo el año como si estuvieran anunciados en la Feria de San Isidro. Y el día que la paradójica oportunidad surge, salen a acometer la hazaña colgándose de los pitones. ¡Suerte!. Es duro y muy extravagante que las corridas cimentadas en el heroísmo, la verdad y la belleza, sean las últimas del serial, además, sin televisión y con unos pocos espectadores sentados en la grada.