¿Y  no será que todo sea cuestión de llamar las cosas por su nombre? Algunos pensadores contemporáneos, entre ellos la filósofa Adela Cortina, dice que una de las más graves perversiones morales es la perversión del lenguaje.

Como sucede en la mayoría de casos como el que comparto con ustedes, es difícil —si no imposible— encontrar culpables o, al menos, responsables.

Esa perversión a la que se refiere la pensadora española ha ido filtrándose a muchos ámbitos y tal vez uno de los que requieren más cuidado es el de la política.

Recuerdo una ocasión que el entonces presidente George W. Bush iniciaba una gira hacia varios países del medio oriente, en donde están fincados muchos de los intereses de Estados Unidos; al abordar el avión, el reportero que transmitía por televisión dijo: “los americanos despiden a su presidente que aborda en estos momentos el avión de la libertad”. Una joya de la narrativa estadounidense.

¿Los americanos? ¿Quién otorgó a los estadounidenses el uso excluyente de ese gentilicio? Incluso los hispanoparlantes que hablan también el inglés, aprenden a referirse a ellos como “americans”.

Pero hay más: el señor presidente abordaba “el avión de la libertad”. Ya desde aquí tenemos dos claros ejemplos de esas perversiones lingüísticas a las que nos referimos. La importancia de reconocerlas es porque no hacerlo va generando una costumbre que excluye toda criticidad y va conformando una manera incuestionable de concebir el mundo.

El primero de ellos es la convicción de que el líder del país imperialista por antonomasia (esto no es un juicio de valor, es el adjetivo que emerge con solo ver la geopolítica contemporánea) viaja en un avión que “lleva la libertad a donde vaya”, significa que para aquél narrador como para muchos estadounidenses, ser libres es asumir el dogma de la sujeción, el beneplácito y la dependencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Y la otra perversión ya la referimos: reducir a un país, el gentilicio de un continente.

Pero si hacemos un recorrido desde los ámbitos internacionales, hasta los más privados, veremos que el dejar de “llamar a las cosas por su nombre”, permite la excusa, el pretexto, la evasión de responsabilidades y, convierte una exigencia moral en un espectáculo, o en parte del folclor.

Ejemplo claro de esto es llamar a los asesinos a sueldo “sicarios”; llamar “ajuste de cuentas” un asesinato premeditado y vengativo; llamar “levantón” al secuestro y a la vejación.

Sucede que no se trata de un argot; se trata de un lenguaje construido por  grupos depredadores que poco a poco va ganando terreno en los medios de comunicación, suaviza y acostumbra a las audiencias a escucharlos, soslayando la exigencia de que se castigue, y, por supuesto sepultando la demanda justicia con la arena del sensacionalismo.

En ámbitos no menos sangrientos e igualmente inmorales, la represión se ha denominado disciplina: así la concibieron Pinochet, Franco, Stalin… Hace unos meses falleció un dictador que pocos se atrevieron a llamar así, aun cuando siguiendo una tradición monárquica que combatió en su juventud,  heredó el poder a su hermano en la isla de Cuba.

Hace siglos se derramó sangre en nombre de Dios, en la Edad Media, en las conquistas y en las actuales guerras “santas”.

Se eriza la piel al leer en los medios a quienes usando eufemismos pretenden justificar o dar fundamento al reciente ataque contra el pueblo de Siria, como si hubiera alguna razón para bombardear una población; la que sea. El hecho se disfraza de discurso: disfrazamos el mal con el lenguaje.

Nuestros “maestros” se oponen a una evaluación académica porque a la tradición de herencias sindicales y de plazas las llaman “derechos”.

La sociología suavizante llama a los asaltantes de caminos, a los violadores de la integridad, con el nombre de “víctimas del sistema”; incluso hasta haciendo un spot partidista y electorero.

Las cuotas de poder son en realidad relaciones corruptas de la política; los conflictos de intereses, son deliberadas incongruencias de principios que pisotean el Derecho. Podríamos  hacer todo un diccionario de las perversiones del lenguaje. 

Ya no hay gente mala, sino desubicada, y así, paulatinamente, pervirtiendo las palabras, vamos pervirtiendo nuestro horizonte, sesgando nuestros juicios y vamos generando términos que nos hagan sentir menos inmorales de lo que en verdad somos…  

Hasta la próxima