Hoy, pareciera que se da una triste paradoja: por una parte, esta modernidad presuntamente libre de dogmas, “abierta a la diversidad”, en realidad nos arroja a la deriva.

El concepto aparentemente progresista de la tolerancia nos deja atados. Tolerar consiste en soportar sin convicción; más aún, con la convicción de que aquel a quien aguantamos está en el error, pero hacemos el esfuerzo para no perder la calma. Forzamos la puerta cerrada de nuestras creencias, de nuestros hábitos, para que mirar al diferente no nos cause incomodidad.

Qué tensión desgastante, tolerar. Y los pregoneros de los dogmas compran rejas menos rígidas para proteger anquilosados prejuicios, pero las rejas siguen ahí, advirtiendo que en realidad no se puede traspasar; se puede caminar a un lado, pero no entrar a la propiedad de nuestras creencias.

Cosa muy distinta es el respeto, pero es una virtud muy cara: supone la comprensión, la puesta en marcha de nuestras fuerzas para defender el derecho de nuestro hermano a vivir conforme a su conciencia.

Y no hablemos del amor, donde no solamente se lucha por los derechos de los diferentes, sino que se les abre la puerta para que entren a comer con nosotros. Ese está en desuso, solamente hay cápsulas de corta duración a la venta, se encuentran en los libros de superación personal, que a veces ni supera, ni es personal.

No estoy hablando desde ninguna trinchera, porque entonces caería en la misma falacia de pensar que mis convicciones y mis maneras de arreglármelas con la vida son las que deben ser respetadas. Sí, así es: deben ser respetadas tanto como yo debo respetar las maneras de los otros.

Cuando no sabemos procurarnos, ponemos a prueba la tolerancia del otro, le escupimos en la cara nuestra forma de ser, desgastamos los caminos que deberían unirnos en contra de la destrucción, de la violencia, del sinsentido y en cambio marchamos en defensa de la “verdadera familia”, o del “orgullo gay”. Da lo mismo, de uno y de otro lado nos ponemos a prueba, medimos el punto en que el hilo de la tolerancia se quiebre.

Los padres admiten las diferencias de sus hijos; los hijos las tradiciones de los padres, y juntos, la vejez y la decrepitud de los ancianos, toleramos, hasta que el hilo se rompa, porque sabemos que habrá de suceder.

Nuestra tolerancia individual se parece a la que se tienen los gobiernos de las dos Coreas: con soldados apostados de uno y otro lado de la frontera; con los puños cerrados en posición marcial, esperando que uno u otro rebase la línea.

Se parece a aquellas zonas de prostitución que en otras épocas y aún hoy, en algunas regiones, se denominan precisamente de tolerancia, donde podemos dar rienda suelta a lo que reprimimos en las zonas donde vivimos como buenos. Donde sobreviven y se venden aquellos y aquellas a quienes no toleraríamos dentro de lo que creemos que son nuestros espacios.

Ni el que esto escribe, y probablemente, ninguno de los amables lectores, soportaría ser tachado de hipócrita y, creo, sin embargo, que la tolerancia es un eufemismo, una manera elegante de nombrar a la hipocresía.

Los tolerantes y los intransigentes tienen más semejanzas que diferencias: mantienen intactas sus convicciones; ponen las condiciones y establecen los límites que consideran verdaderos y justos; no comparten sus íntimas preguntas; las dan por respondidas y saben que la respuesta del otro no es la verdadera.

Como siempre que escribo: estas líneas se revierten, me miran a la cara y con una irónica sonrisa parecen burlarse, porque si las palabras escritas fueran lengua, ya me la habría mordido, pero me gustaría no morderla y no ser tolerante.

Pero bien decía mi abuela: el demonio no tiene cuernos; se viste de gala y seduce, como cautivan los discursos de la tolerancia que en realidad esconden su miedo por dar un paso al respeto, a la compasión y al amor.

Hasta la próxima.