Sostenía en sus manos una navaja a la que sacaba filo con una piedra de superficie plana. De manos callosas que habían ya palpado más de 80 años y se fueron llenando de arrugas. Absorto en su tarea, apenas echaba un vistazo a su alrededor mientras tomaba el sol que tanto escasea en las primaveras del norte de España.

Aquel hombre no sucumbió al abandono en que viven los que tienen un lugar en la última de las casas que no habría, si no fuera por la simiente que quién sabe cuántos años antes dio principio a la familia donde sus integrantes más jóvenes, probablemente no sepan su nombre o se refieran a él como el abuelo, el viejo, el pobrecito. No se dejó el paseo en el bastón: sacó de su bolsillo una navaja y una piedra.

A una navaja y una piedra se reducían las tantas historias, los tantos caminos recorridos. Vaya usted a saber el valor de esas baratijas; el verdadero valor, el que probablemente le daba el recuerdo, cuando en aquellos años sin televisión, y, mucho menos, internet, tener una navaja le daba sentido a su naciente juventud.

No le miré más de tres segundos, fueron suficientes para preguntarme cuánto se esfuerzan los seres humanos en llenar los expedientes que la vida les exige y se separan de aquello con lo que pueden jugar con una libertad que no vuelven a tener sino hasta que las piernas no responden, las manos tiemblan y la mente se va de viaje sin itinerario fijo.

De las tareas escolares; de los ascensos y descensos, de las angustias por llegar a tiempo, de los preparativos y exigencias para la boda, de las interminables noches con la angustia de solventar deudas, quedaba una navaja y una piedra.

De la ilusión e incertidumbre que debe ser recibir a un hijo. De las noches sin dormir, de las promesas de amor eterno que se volvieron rutina, o culminaron en una permanente entrega, de todo ello quedan una navaja y una piedra.

De las encarnizadas discusiones, de los sentimientos de culpa que nos siembran los jueces de nuestras vidas, desde la infancia, hasta el geriátrico; de las rabietas por la camisa mal planchada, el autobús perdido, la cosecha helada, la comida a destiempo… quedaba una navaja y una piedra.

De los ensueños que de esenciales pasan a ser ridículos; de los amores y los deseos prohibidos; de las bebidas, desvelos, cantos y poemas, queda una navaja y una piedra.

No tengo idea si aquel hombre se dejó los ojos en lecturas para sostener exámenes que le dieran un puesto y un grado; no sé si se dejó las horas en recibos de hipotecas y los arreglos de las tuberías; si tuvo que contar los centavos o le llegó dinero a montones. No sé si esperaba con ansiedad la lluvia del verano para verdear los pastizales. No sé si tuvo que complacer y tragarse sus convicciones para no ser despedido, o para ser aceptado… Lo que había en sus manos era una navaja y una piedra.

Tal vez sea buena idea guardar en nuestros armarios, o en el bolsillo, una piedra lisa y una navaja, y saber que llegará el día cuando de gobernantes pasemos a esclavos; de conversadores pasemos a ser el tema de las quejas.

Los viejos, dicen, son niños. Frase gastada, pero no por eso falsa. En las manos de aquel hombre estaba su niñez, la sencilla, la que no quiere más que prolongar el tiempo del juego, como cuando el mundo pasaba y nada era más importante que jugar, sin esquemas, sin promesas de éxito y trascendencia.

Al final, vale la pena tener a la mano una navaja y una piedra…

Hasta la próxima.