La gente se enorgullece de atributos por los que no ha movido un dedo para tenerlos. Caí en la cuenta de ello a partir de dos conversaciones con dos amigos distintos.

Uno de ellos comentaba que llama la atención que algunas personas agraciadas por su físico se comporten como si hubieran hecho esfuerzos para ser atractivas y, más aún, que se atrevan a criticar a quienes no lo son, como si aquellas tuvieran la culpa o la responsabilidad de no entrar en los parámetros de belleza dictados por los cánones.

No es un asunto trivial: los valores que van conformando la conducta de los mortales se adquieren en buena parte por los sentimientos que estos despiertan en nosotros. Es decir, que lo que vamos considerando, bueno o mejor, toca nuestras fibras sensibles y no es un asunto exclusivo de razón.

No es un asunto trivial porque cuando esos valores llegan a conducir nuestros actos y cuando no son individuales sino colectivos, nace el racismo, la discriminación y pueden llegar, incluso, a ser motivos que inspiren discursos políticos y conductas sociales. Basta con mirar la historia de la esclavitud y de los ataques raciales, de los que hoy aún somos víctimas.

Qué hizo nadie para ser blanco, europeo, negro, africano, latinoamericano. Somos, en buena medida, obra de muchas casualidades en las que no hemos puesto el mínimo esfuerzo.

Flaco favor ha hecho el cine estadounidense en sus historias de adolescentes donde los “populares” son jóvenes esbeltos o robustos de ojos claros, y los antihéroes de esas nefastas producciones llegan a triunfar cuando se asemejan a esos parámetros. O las telenovelas en las que las mucamas de extracción humilde triunfan cuando llegan a parecerse a la dueña de la casa o de Bety la fea, pasan a ser la top model oculta hasta que alguien las rescata de su “fealdad”.

No en balde uno de los principios de la propaganda política es saber llegar a esos estratos primarios discriminativos y de posesión, a partir de discursos persuasivos cargados de visceralidad.

Los “pueblos elegidos” apelan a ese estatus gratuito para defender sus fronteras y reivindicar su derecho de superioridad. Pero no son los pueblos: muchas familias que tienen un nuevo integrante se ufanan de la belleza del pequeño porque es rubio y de ojos azules, no como su hermanito moreno, que también es “muy simpático”.

El sentimiento de privilegios alcanzados gratuitamente se siembra desde los primeros años de la educación. Y después inventamos técnicas y leyes para combatir el bullying, espantoso término que en buen castellano es acoso inmoral, falto de toda caridad y humillante.

El otro amigo me hizo caer en la cuenta de lo que han hecho ciertas políticas que han acuñado el término latino, no como un distintivo de residencia, sino como una raza.

Lo grave de este asunto es que quienes somos nacidos en cualquier región de América que esté detrás de la frontera con Estados Unidos, nos consideramos latinos. Y perdonen ustedes, pero latinos son en primer lugar los italianos y todos aquellos pueblos cuyos orígenes culturales provienen de la antigua Roma.

Latinoamericanos sería el término y siempre con la acotación de que hemos nacido en alguno de los países cuya historia moderna se remonta a viejas conquistas de parte principalmente de los españoles y de los portugueses. Somos, en todo caso, iberoamericanos. Así que si es por asuntos de las lenguas romance, también los rumanos son latinos.

Reitero, no es un asunto de nombre, me parece que es más un asunto discriminativo. “Latino”, decía mi amigo, conlleva una carga de subdesarrollo, de inferioridad frente al europeo o al mal llamado “americano”, que en realidad es tan americano como cualquier “latino”. El lugar de residencia o de origen en el lenguaje discriminatorio apela a una raza. Entonces, ese afán de los “latinos” de convertirse en “americanos”, o de africanos por convertirse en “europeos” es, a mi parecer, una búsqueda de transformación de raza, por una “mejor”.

No, no soy latino, soy mexicano, colombiano, argentino, ecuatoriano, salvadoreño, boliviano… Todos somos latinoamericanos, no como “raza latina”, sino como personas hermanadas por una lengua y por una serie de raíces comunes que no nos hacen ni mejores ni peores que nadie. Lo que nos haría mejores es ir rompiendo las fronteras que en pleno siglo XXI siguen siendo el objeto de las disputas y de la muerte de la “única raza”: la humana.

Hasta la próxima.