La violencia en sus formas represiva, verbal o simbólica, no es algo que sea externo a la sociedad. Corre por las venas del organismo social. Se reproduce como poder en las jerarquías instituidas: la familia, en la escuela, el trabajo, el vecindario, la ciudad, las calles, la Iglesia, por mencionar algunos espacios.

La sufren las mujeres, los niños, los adultos, los vecinos simbólicamente más débiles, los sin empleo o con empleo, los transeúntes, las minorías religiosas, etcétera.

La violencia se encuentra arraigada en nosotros mismos como poder. Ha creado la posibilidad de que ejercer cierta violencia se riegue por todo el cuerpo de la sociedad, sus células, vasos sanguíneos, venas y que recorra todo el organismo.

Esa violencia cumple una función social: la de evitar que la institucionalizada como la policía y el Ejército actúen cotidianamente. Lo que la haría insostenible e inviable desde el punto de vista social.

Se trata por supuesto de una violencia funcional al cuerpo social, porque traslada los mecanismos de violencia que, de otra manera, tendrían que estar en las élites, permanentemente ejecutando sobre aquellos que ocupan la parte baja de la escala. En ese sentido, se trata de una violencia cotidiana en la que el poder se autorreproduce socialmente. Va dese una imagen, una frase altisonante, un empujón hasta matar a un semejante.

Ahora bien, la función social de la violencia puede cambiar, es decir, orientarse en una determinada dirección o de otra, pero siempre de acuerdo con las necesidades de las élites que regulan en general la vida. Lo anterior porque, insistimos, cumple una función al interior de las sociedades jerárquicas. Los flujos de esta son autónomos hasta cierto punto, hasta cierto nivel, más allá de ese límite se convierten en un reto para las élites.

Un cierto grupo puede recibir de manera explícita o implícita señales que le indican que puede transgredir ciertos códigos. Como por ejemplo, los acuerdos que antiguamente las élites mexicanas tenían con los grupos que trasladaban estupefacientes a EU. En cierto punto, puede convenir a las élites que las prácticas de determinados grupos puedan expandirse socialmente. Las clases privilegiadas norteamericanas vendieron armas a Los Zetas con el pretexto de hacer un seguimiento de su uso.

Todo aparentemente se olvidó porque el poder cultural norteamericano transformó la operación rápido y furioso, en una serie de películas que diluyeron el tema que estaba en el fondo: extender la violencia en México. Cuando le preguntaron a los vendedores de armas de la frontera con México acerca de por qué permitían que esos grupos las adquirieran, respondieron que ellos también podían venderlas para que la gente se defendiera.

La función social de la violencia es, insistimos, permitir que se extienda al interior de la sociedad con el fin de eludir la permanente violencia institucional, militar y policiaca que la haría inviable. Las élites aprendieron que se puede modificar y orientar hacia propósitos específicos. Ahora, en mi opinión, de lo que se trata como función social es que la violencia desarticule a la sociedad y le permita a la economía de mercado evitar cualquier resistencia.

En “El Triángulo Rojo”, la extracción de gasolina se dejó crecer, las élites tanto de Pemex, como políticas, así como el comercio de hidrocarburos, permitieron que se extendiera el fenómeno como tal. Los grupos que ahí operan hicieron acuerdos con personal de la paraestatal porque así convenía a ellos, así como al gobierno, pues quiere aniquilar a dicha empresa. A los empresarios les conviene porque Pemex representa un obstáculo para aquellos que se han beneficiado de la privatización. A otros les convenía porque obtendrían recursos económicos para fines personales y políticos.

Pero llegó un momento en que consideraron necesario regular la violencia social que ha destruido el tejido y que no está mal para las élites, pero que puede salirse ahora de cierto control.

En ese sentido, el ejercicio o la ejecución de actos violentos contra determinados grupos no tiene un sentido en sí mismo, porque en el fondo y al final de cuentas de lo que se trata es de mantener a la violencia bajo cierto control y evitar que pueda salirse de ciertos límites. En la sociedad atravesada por el poder y, por tanto, por cierta dosis de violencia, esta última es necesaria, pero se debe mantener cierto control sobre ella cuando vive variaciones.

Los actos de ejercicio de violencia de las instituciones (el Ejército y la policía), en contra de evitar que se salga de determinados cánones es, en el fondo, muy similar a una campaña contra el hambre. En ambos casos, de lo que se trata es de ejercer cierto control sobre una consecuencia ya establecida que se presenta ante la opinión pública como causa. Lamentablemente, la muerte de militares y civiles en Palmarito Tochapan, se inscribe en esta lógica.

Decía el presidente Ernesto Zedillo que el modelo de mercado y sus efectos positivos los veríamos dentro de 30 años. Lo que nunca dijo ese que esa supuestas metas las pagaríamos a una cuota de sangre y sin resultados a la vista.