Los mortales comunes utilizamos la palabra “costumbre” para designar aquellas conductas que se van adhiriendo a nosotros y de las que, en ocasiones, nos cuesta trabajo prescindir.

Vista con simpleza, acompaña todos nuestros actos. Conocemos aquella sentencia de los abuelos: “A todo se acostumbra uno, menos a no comer”; a los paisajes de nuestro entorno, a los sonidos de ciertos ámbitos, por ejemplo, al sonido de motor del autobús donde viajamos, a tal punto que podemos quedarnos dormidos y despertar precisamente cuando ese sonido deja de estar ahí.

Resulta que —según los que saben de filosofía—, la palabra “moral”, proviene de un vocablo latino que significa “costumbre”, “hábito”. Saber esto no es un asunto sin importancia, porque podemos entender que aquellas prácticas que se nos han ido inculcando para buscar lo bueno, van formando parte de nuestra integridad.

No todas las costumbres forman nuestra moral, hay algunas que son simplemente maneras de expresarnos. Que podemos cambiar sin que ello afecte nuestros valores; podemos cambiar nuestra manera de alimentarnos, de vestir, etcétera. Pero justo aquí hago la pausa para compartir mi reflexión: hay personas para quienes algunos hábitos que parecerían intrascendentes, sí constituyen su moral.

El advenimiento de las nuevas tecnologías de la comunicación ha ido constituyendo un ambiente del que -mucho se ha dicho- cada vez es más difícil prescindir. Nos estamos acostumbrando a la inmediatez y a la facilidad de la interconexión, a la facilidad para acceder a aplicaciones de entretenimiento, a oprimir un botón y capturar una imagen en el instante: ese universo casi mágico deja de ser algo a lo que nos vayamos haciendo a la idea, y se convierte paulatinamente en algo de lo que depende, incluso, nuestra estabilidad emocional.

Estamos dando el paso de convertir las herramientas en fines trascendentes. En ocasiones nos ufanamos de haber renunciado a Dios, de habernos liberado de las cadenas de las creencias religiosas y suplimos nuestras deidades con los nuevos dioses de la cibernética que “todo lo pueden”.

“Tal parece -me dice un amigo- que la única esperanza en la que están puestos los ojos de ciertos jóvenes es en no perder la señal de internet”. ¿Exagerado? No lo creo. Más de una ocasión he visto entrar en estado de desesperación a quienes no pueden conectarse.

Acostumbrarse de esa manera a un accesorio, es hacer de este una meta, un sentido. Una moral paradójica que nos conecta para desconectarnos de nosotros mismos.

El problema no está en las herramientas y en la maravilla de su diseño y alcances, el problema está en darles la capacidad de someter nuestra libertad, bajo la apariencia de que somos más libres de comunicarnos.

Pero el asunto de estas costumbres no termina en los dispositivos móviles: hay otros templos en los que vamos a dejar nuestra oración, nuestros anhelos, la ofrenda de nuestro trabajo. Se llaman centros comerciales. Para un momento y observa la actitud de quienes acuden a ciertos almacenes. Concentrados en la búsqueda de alguna mercancía como si estuvieran buscando a Dios. Frenéticos en su afán de acceder a tiendas donde se vende el último modelo de algún artefacto o prenda de vestir.

No pocas veces me ha tocado ver a fieles que tras cumplir con el mandato de asistir a sus oficios religiosos y luego de haber escuchado el sermón de la bondad, acuden presurosos a dilapidar “en familia” su dinero en la adquisición de banalidades.

No, no es amargura. Es un retrato de nuestras costumbres. No creo que se pueda decir que esto no existe. No creo que no se pueda decir que estamos corriendo el grave riesgo de construir una moral donde lo bueno se reduzca a estar conectado y a poseer lo efímero.

La esperanza, si me lo permites, amable lector, está en saber que hay quienes todavía esperan algo de nosotros, algo que no está en la red ni en los almacenes. La tarea es encontrar qué es ese “algo” y posponer lo más que puedas el momento de regalar el iPod a tu hijos.

Hasta la próxima.