No milito en ningún partido. Tampoco simpatizo con ninguno. Probablemente eso me haga un desterrado político. Pero no ser partidista no significa ser apolítico.

La política es un asunto que rebasa la militancia. Creo, siguiendo a los clásicos, que significa la participación activa en la polis, en esa estructura organizada establecida para el alcance del bien común.

Asumo, sin embargo, la dificultad que supone participar en la política si no es a través de un organismo. En algún momento los partidos se robaron la ciudadanía.

Y lo digo porque el ciudadano es aquel que, a diferencia del esclavo, participa activa y libremente en la construcción de los medios y las instituciones que permitan la convivencia y el desarrollo integral de las poblaciones.

Pero resulta que los ciudadanos terminan por estar sometidos a las decisiones que cada 3 o cada 6 años toman los gobernantes y los legisladores, y su participación se reduce a responder una pregunta.

Cuestionamiento que se responde mediante la inserción de una boleta en una urna.

Pero no estoy cayendo en el lugar común de quejarme de los mandatarios y de los diputados; si es que nos han robado la ciudadanía, es porque hemos sido negligentes y hemos dejado la puerta abierta para que nos la quiten.

Durante muchos años trabajé en el periodismo, en la realización de encuestas de opinión. Cada periodo electoral se preguntaba acerca de los conocimientos que los futuros votantes tenían sobre las virtudes y las propuestas de los candidatos. Los resultados eran aterradores por el nivel de ignorancia, y estoy hablando de épocas en las que no existía este boom de las redes sociales.

Cualquiera supondría que, con el advenimiento de las nuevas tecnologías, el acceso a la información respecto de nuestros candidatos sería un elemento que abonara a lo que alguien llama el voto razonado.

Al paso del tiempo me he percatado que las redes sociales son el espacio del desahogo visceral, son, lo que alguien llamó, “el derecho de pataleo”.

Todo eso está bien, pero, sin emitir juicios o preferencias electorales, es evidente que lo que se expresa en las redes dista mucho de lo que se refleja en las votaciones y, sin ser un experto, lo atribuyo a las siguientes razones.

La primera: es altamente seductora la facilidad de acceso a la expresión de opiniones que emergen de la sensibilidad, del descontento.

La segunda: esa seducción termina en un desahogo, muy saludable para nuestra afectividad y muy poco eficiente para los cambios.

La tercera: los resultados electorales dejan en claro que el rumbo que toman las elecciones no lo determina lo vertido en las redes sociales.

La cuarta: tiene que ver con la tercera, es decir, mientras el acceso a las redes sociales sigue estando limitado a un sector muy específico de la población, el acudir a las urnas se abre a otros que no necesariamente acceden a las redes.

La quinta: la furibundez vertida en éstas no hace ninguna mella en los niveles de abstención, y aunque manifiesten algún tipo de opinión unánime, las abstenciones dejan abierta la puerta a sentencias efectivas que se llaman voto.

Es por ello que digo que ser político es ser ciudadano, pero serlo no consiste en la mera expresión de opiniones colocadas en medios virtuales.

Y hay algo que dejo al final, porque es doloroso. No creo que haya un voto razonado; hay uno que brota de la urgencia, del hambre, de la necesidad de llevar el pan ese día a la boca, y de eso se valen todos los partidos para seducir, no para convencer, sino para paliar una necesidad inmediata.

Sí, es asunto nuestro recuperar el carácter ciudadano que no está en las redes, créame, apreciado lector.

Hasta la próxima.