El tiempo de la historia no es la suma de quienes habitamos el planeta. La economía de la enseñanza nos ha acostumbrado a revisar un siglo de acontecimientos en 3 sesiones de clase, o en 1 o 2 tomos de la biblioteca. Y, ahora, en un par de videos que alguien ha subido a YouTube.

Navegamos por esa historia en proceso y nos indignamos por la muerte y la violación de una menor, que sucede al mismo tiempo en que fallecen 2 policías en Michoacán o se descubren 2 fosas clandestinas en Guerrero…  Nuestra naturaleza reactiva, se apresura a tomar el teclado de cualquier dispositivo y, aquello que antes se quedaba en las charlas de café, hoy se difunde en brevísimos minutos: nos sentimos aliviados por haber desahogado la opresión que causa nuestra insignificancia. Calmados y acompañados, si a ese desahogo se le suman algunos likes. Asumimos un “liderazgo de opinión” fugaz pero reconfortante.

Las nuevas tecnologías han dado compañía al solitario, han dado actividad al aburrido, voz a los silenciosos, espacio a los activistas, foro a los inconformes…

Y ante estas alternativas múltiples, innovadoras, fantásticas y seductoras, me asalta la pregunta sobre quién será capaz de escribir nuestra historia contemporánea, si ya no se deja correr el tiempo en que reposa la reflexión y somos tan osados que ya tenemos un nombre para la época en la que vivimos, para las corrientes del pensamiento que se acuña en ciertos sectores de la intelectualidad.

Quisiera ser más claro: según mi obnubilado paso por las aulas, antes de bautizar a una corriente de pensamiento, se ponía en práctica; el nombre de un periodo de la historia era una clasificación de los analistas. Es decir, no me imagino a Agustín de Hipona considerándose a sí mismo un pensador medieval. Pero hoy ya tenemos bautizada la posmodernidad, la era de la posverdad; porque la inmediatez no solamente afecta a los medios de comunicación y a los amos de la tecnología, sino que llena de miedo a los teóricos que se sienten urgidos a anticiparse en la clasificación y análisis de nuestra cotidianidad.

En esos libros de Historia, de Sociología o de Economía —que cada vez tienen menos lectores—, nos fueron enseñando cómo se han dividido las clases sociales.

En su mayoría, jerarquizadas de acuerdo con la participación social, a la posesión de bienes o a la herencia noble o guerrera.

Se me ocurre que nuestras actuales clases sociales puedan ser jerarquizadas como lo hace José Antonio Pérez Tapia, escritor español contemporáneo: en internautas y náufragos. Este asunto de las nuevas tecnologías abre la pregunta que otro pensador —Alain Touraine— usó para titular su libro ¿Podremos vivir juntos? (Los “globalizados” y los marginados)

Creo —y no dudo que pueda equivocarme—, que además de vivir esta nueva clasificación de extractos sociales, algunos habitamos desencarnados, como si no fuéramos responsables y partícipes de esta historia que estamos construyendo, sino espectadores con derecho a la indignación; frente a los desterrados que se debaten en la búsqueda del pan y de la paz, y son sometidos al poder de quienes propagan un mundo virtual que nosotros también habitamos.

Me pregunto, asimismo, si a las redes tiene acceso también “la visión de los vencidos” (como llamara don Miguel León Portilla, a la otra historia de la Conquista).

Es verdad, siempre ha habido letrados y analfabetas. También han detectado los actuales teóricos de la sociedad, eso que llaman “analfabetismo digital”.

Y a eso se debe mi inquietud sobre quién escribirá nuestra historia. Porque, al ritmo que lleva este despliegue cibernético, sería ingenuo pensar que las maneras de hacerlo, no estarán muy lejos de parecerse a la de aquellos que tomaron distancia y tiempo de los hechos, porque es el caso que ya no hay distancia ni tiempos de silencio.

Y no sé si eso es bueno o es malo; me queda claro que me desconcierta y yo, al menos, no estoy del todo preparado para recibir esta nueva manera de escribir la historia. Seguro estoy, también, que no es mucho el tiempo que me queda para conocerla.

Hasta la próxima.