Si hiciéramos una encuesta de cuándo surge la realidad virtual, estoy seguro de que la mayoría de las respuestas ubicarían su nacimiento, cuando muy lejos, en la década de 1990. 

Virtual, dice el diccionario de la RAE, es aquello que tiene virtud de producir un efecto, aunque aquello que lo produce no se realice de manera presente. 

También se le dice virtual a aquello que se encuentra de manera implícita en algún mensaje. La tercera acepción de virtual, de acuerdo con este diccionario, es aquello que tiene existencia aparente y no real.

Cuando reviso estas definiciones, invariablemente me imagino los embrollos en los que se deben meter los académicos para ponerse de acuerdo en su redacción. 

En elegir la manera de publicar algo que sea accesible a cualquiera que consulta, y que, además, satisfaga la curiosidad o las necesidades intelectuales de los que hablamos este maravilloso idioma.

Pero este asunto de las acepciones de diccionario será tema de otro espacio. 

Cualquiera de las definiciones señaladas podría ilustrar lo que, seguramente, viene a la mente de muchos cuando se habla de realidad virtual: videojuegos, interconexiones a grandes distancias; trucos de la cinematografía, efectos especiales logrados en dispositivos, aplicaciones digitales, etcétera.

Algunos especialistas, sin embargo, aseguran que, sin necesidad de esos alcances tecnológicos, los seres humanos conocemos, la mayoría de las veces, de manera virtual, y han asegurado que el problema de esta virtualidad es que conocemos un hecho luego de que ha pasado por lo menos por cuatro filtros: el de quien lo vive directamente; el de quien relata esa vivencia; el del medio por el que se transmite esa vivencia; y el de quien elige cuándo y cómo se publica lo percibido o vivido.

Si somos honestos, veremos que mucho de lo que decimos conocer, lo conocemos virtualmente, y ese proceso ha estado presente desde nuestra infancia. Conocemos de Historia, de Geografía, virtualmente, y es más lo que creemos porque nos lo han enseñado, que lo que conocemos de primera mano.

Luego, la realidad virtual no nació hace 20 ó 30 años; la realidad virtual comenzó con los rapsodas: recitadores que en la Grecia antigua cantaban los poemas homéricos. En estricto sentido, La Ilíada de Homero, sería la primera realidad virtual de la que tenemos memoria en la cultura de Occidente.

Y en aquellas épocas, la escucha de los cantos homéricos y el histrionismo de los rapsodas,  probablemente, causaba la misma sensación que hoy provocan los grandes efectos audiovisuales de películas o videojuegos. 

Viene a mi mente esa gran novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, donde retrata magistralmente el encanto y misterio que envolvía a los amanuenses medievales (hombres dedicados a transcribir a mano textos sagrados y   grandes obras de la literatura antigua), en atmósferas que rayaban en lo fascinante y prohibido. Atmósferas de encanto virtual reservadas a iniciados.

Imagino también que algunos años después de que apareciera la imprenta y se comenzaran a publicar o a reproducir obras antiguas y nuevas, a quienes tenían acceso a esos frutos de la moderna tecnología de entonces, orgullosos de llevar en sus manos un libro. El orgullo probablemente sería similar al que siente hoy un poseedor del iPhone 7. La diferencia sería que el poseedor de aquellos frutos de la realidad virtual de la época, debía poner en marcha su entendimiento y se insertaba en el dinamismo de ese círculo virtual. Virtual, no solamente por su irrealidad, sino porque, en ocasiones también alentaba al desarrollo de muchas virtudes.

Y qué decir, si hacemos un recorrido por las artes: la pintura, la escultura, el teatro que desde Sófocles o Esquilo, han representado realidades virtuales de incalculable valor.

Pienso, entonces, que hubo un momento en la Historia de la humanidad, en la que se desterró al lector, al espectador que conformaba ese maravilloso círculo de la virtualidad. Se le desterró a la isla del consumo, donde han nacido muchos herederos que solamente conocen los restos de la realidad  que naufragó en medio del mar del mercado. 

Hasta la próxima.