Todavía durante el nacionalismo, el cine de Emilio “El Indio” Fernández trataba de reivindicar el papel de la —así le llama— huesera que choca con el médico que acude a curar a María Candelaria. Le da su espacio a ambos.

En la actualidad, esta situación ha venido cambiando poco a poco. La penetración de los monopolios farmacéuticos, incluidos los similares, han revaluado —a la baja—, la función de los médicos así como la de los curanderos y los saberes familiares en materia de sanación.

En los hospitales públicos creados en torno al modelo industrializador y la relación obrero-empresarial y estatal, llegaron a su fin. La salud ahora tiene que ver con intereses químico-farmacéuticos y políticos: evitar que el modelo de economía de mercado, salvaje, se traduzca en descontento social.

Ya no interesa la salud de la población para que se mantenga sana y cumpla con un proceso industrial que va a la circulación y termina con el consumo. Ahora es tener a la población semisana y que la salud corra por su cuenta. 

Es una salud que mantiene a la población, en esas circunstancias, al borde de la vida y la muerte porque ya no es necesaria para circuitos largos de la economía. La gente se muere ahora porque dejó de ser indispensable como en el pasado lo era para el capitalismo industrializador.

Hemos pasado de los grandes proyectos hospitalarios de carácter público a los grandes hospitales privados que se combinan, para la población clasificada como pobre, con la automedicación televisiva y la simimedicina. 

En el último escalón, la población se cura a medias porque la prevención de la salud dejó de ser necesaria. Ahora existe un contexto que dice que, en la era de los servicios, la salud es responsabilidad de cada persona en lo individual. 

Pero la base sigue siendo y aún con más fuerza la industria químico farmacéutica, dirigidas a las elites pudientes, que se atienden en hospitales especializados. Para el resto es la automedicación televisiva y la simimedicina.

En ese contexto y para abaratar los costos de los clasificados como pobres, apenas se empiezan a dar algunos espacios a la medicina de origen oriental como la homeopatía y la acupuntura. 

El conocimiento científico ha sido un obstáculo para el reconocimiento de la sabiduría comunitaria, porque aquel saber jerarquiza y descalifica. 

En las sierras y en algunos valles o zonas semidesérticas, existe un saber que es aprovechado por la población local, incluida la mestiza, que ahí vive y que lo ha acumulado y comercializa en la localidad.

Pero es un saber aplastado y no reconocido, mientras a los enfermos y clasificados como pobres son dirigidos hacia las simifarmacias que monopolizan a un sector de la población, con el pretexto de consultas baratas y medicinas a supuestos bajos precios.

Una consulta en estas empresas de la salud bien puede resultar no menores a 500 pesos, que pesa para una economía basada en la economía informal, con en salarios de empleos que ahora se crean en los servicios que a veces apenas alcanzan los tres salarios mínimos, unos 270 pesos al día. 

Los médicos de esas empresas parece que trabajan bajo consigna de que el enfermo consuma más y más medicamentos. Bajo esa lógica todo resulta peor para el enfermo. El contexto de la atención puede resultar peor para el entorno del enfermo.

¿No sería conveniente un sistema de salud que incluya el conocimiento milenario de nuestras comunidades? Lo que implicaría, por supuesto, una visión diferente de la medicina, que no subrayaría la idea de crear cuerpos para el trabajo sino para vivir, sabiendo que la muerte es parte del ciclo de la vida.