A algunos podrá causar risa, incluso sonará a una ridícula historia inventada llena de sarcasmo. Pero es verdad, sucedió y sucede en muchos rincones de nuestro país. Habrá a quienes suene extraño y a otros como parte de la cotidianidad.

Una mujer que ronda los 30 años. Su mayor ilusión: portar uñas postizas, esas de acrílico caro, y cambiarlas cada semana, o cada que se requiera, para ir a las fiestas. Para presumirlas con las amigas que no juntan lo suficiente para ponerse unas.

Además, puede lucirlas a bordo de un auto donde la acompañan hombres que la pueden defender, porque van armados y ella ya no tiene que tomar el colectivo, ni esperar que el autobús pase vacío.

Su horizonte se ha ido confeccionando con las historias de Pablo Escobar Gaviria; disponibles en DVD pirata; en La rosa de Guadalupe. Es devota y creyente de los milagros mágicos. Se mueve entre los puestos de ropa “de marca clonada”. Bueno, se movía; ahora su historia ya no tiene problemas; ahora, aunque sigue usando prendas de firmas francesas hechas en Taiwán, no tiene que caminar entre los apretados pasillos de los tianguis. 

El hombre que la ha “librado” de esa vida precaria es un sicario de poca monta; usa cadenas que dice que son de oro, pero no hay quien las tase. No aparece en las listas de los buscados, tiene un apodo que le hace “importante” entre los jóvenes de su barrio que lo presumen como su carnal, su man. La “fusca” que carga tiene grabada la efigie de la santa muerte.

Es cierto, a veces, cuando se le pasa la dosis, puede ser agresivo y ha llegado a golpearla, “pero… no fuerte, me ha empujado”. Luego se arrepiente y la llena de piropos. Hasta le ha comprado un iPhone con el que puede comunicarse y mandar WhatsApp, con las fotos de los lugares a donde la lleva a comer, y donde ya aprendió para qué sirve cada cubierto, y que el vino hay que olerlo antes de beberlo.

Lo mejor es que ella puede ir cuando quiera a ponerse el modelo de uñas que esté más de acuerdo con su ropa. Y no se le rompen porque casi no lava platos ni hace quehacer.

Este no es un relato de los que gusta hacer a ciertos jóvenes escritores o cineastas que se regodean en hacer pública la marginación y disfrutan llenando los espacios de cultura urbana con este tipo de historias.

Esta es una verdad de vida que se confronta con otras verdades que ni siquiera se rozan. Es una historia que, cuando no pasa de la tinta, se convierte en una pieza útil para las exposiciones y los certámenes donde los autores se vuelven solidarios de la miseria, mientras encienden un cigarrillo y conceden entrevistas a revistas que casi nadie lee.

Es una historia de las que se viralizan en ese monstruo de mil cabezas llamado Facebook, al que muchos pagamos tributo. De las que se convierten en posteos donde se indignan o se burlan los que están “a otro nivel”.

Para otros, sin embargo, es una historia que interpela a los burlones y a los que no son “nacos”. Que interpela porque esa valoración de la vida centrada en las uñas de acrílico, grita una y mil veces que más vale lucirlas por unas semanas y no tener hambre; aunque una bala perdida acabe con esas uñas y con todo el ser de quien las porta. ¿Hacia dónde hay qué voltear para no entusiasmarse con ellas? ¿Quién ha abierto otra puerta a esa mujer, que le dé el derecho de decir que la vida vale más que unas manos bien arregladas? 

Mañana, mañana tal vez su hombre se canse de mimarla. ¿Y qué más da? Tendrá siempre una historia que contar a sus amigas, a las que no les alcanza para ponerse uñas postizas.

Hasta la próxima.