Difícil me resulta dejar de hablar de las redes sociales; concretamente de esa que Bauman calificó como el gran éxito de la soledad: Facebook.

Una red que representa el fenómeno por antonomasia de la comunicación en nuestros tiempos, despierta –como todo tema que involucra a numerosos actores– polémicas continuas, enconadas y, en ocasiones confusas.

“Redes sociales”: pocos deben ser los que no identifican ese término que pretende ser genérico, con Facebook, o con “Twitter”.

Pues bien, para no parecer formalista, quisiera referirme a esas redes sociales. 

En primer lugar –como señalaba Felipe López Veneroni, catedrático de la UNAM– el propio nombre encierra la falta de precisión y el deterioro de su significado para las nuevas generaciones, puesto que “red social” no se identifica exclusivamente con una plataforma informática en la que participan diversos usuarios que intercambian ideas o publican incontables expresiones: desde las más íntimas, hasta la más inverosímiles o falsas, que pueden reflejar la sinceridad, la inocencia, o la falta de pudor y la insensata irresponsabilidad de sus autores. Las redes sociales, por el contrario, las ha construido el hombre necesariamente en la convivencia y en la dinámica que le exige su condición de ser con los demás. Resulta un rechazo a la historia de la humanidad, cifrar en una plataforma del progreso técnico, el término “red social”

En segundo lugar; la democratización de la comunicación tiene mucho de apariencia y de encanto. Es verdad, como lo han acotado muchos especialistas: el auge de esas plataformas ha puesto en tela de juicio la veracidad, la objetividad y la confianza que se le pueda brindar a las publicaciones tradicionales como la prensa, la radio, la televisión. Pero si prescindimos un momento del encanto, si somos un poquito críticos, podemos notar que, si en otros tiempos despreciamos los monopolios de la información, la verticalidad de las publicaciones, la monarquía de los intereses de ciertas empresas de comunicación; hoy somos rehenes de imperceptibles líneas de dominio.

Los usuarios de las redes sociales eligen sus contactos, los mantienen dependiendo de si esos contactos coinciden con sus intereses, sus puntos de vista, e, incluso, sus variaciones de estado de ánimo. Luego, no podemos de hablar de un medio realmente democrático si tiene ese nivel de selectividad. Los algoritmos con los que están construidos esas redes detectan, procesan y reproducen los intereses de los usuarios, dependiendo de los sitios y los temas que se frecuenten; de tal modo que quedamos perfectamente detectados en bases de datos útiles a muchas empresas que nos bombardeen continuamente en la compra de productos o en la adquisición de servicios.

Son muchos los experimentos que, especialistas en estos temas, han hecho para demostrar que el número de likes no representa un número de personas; que el número de reproducciones que se acotan al pie de diversas publicaciones no garantiza que éstas se hayan reproducido en su totalidad y, mucho menos se haya atendido a su contenido o hayan llegado al destinatario al que se pretenda llegar.

Los fenómenos tales como la llamada “primavera árabe”, o, en el caso de nuestro país, “yo también soy 132”, tuvieron un efecto tan estimulante y tan esperanzador, que nos hicieron (diría el poeta) enamorarnos del cartero que con tanta frecuencia llevó cartas a nuestra casa, pero nos olvidamos de leer las cartas. Creímos que ese tipo de fenómenos garantizaría, ahora sí, la participación de un pueblo dominado por los intereses de los medios. Nos embriagamos y comenzamos en esa embriaguez, a sentirnos con el derecho de emitir juicios, opiniones e, incluso, directrices de vida sobre los acontecimientos políticos, religiosos, sociales… Nadie nos exigiría cartas de recomendación ni demostración de fuentes; además, supimos que nuestros amigos iban a aplaudirnos al coincidir con nuestros puntos de vista. Incluso soñamos que, sin intermediarios, llegaríamos a los actores responsables del poder.

Tal vez ha sido así, tal vez se ha logrado en parte esa democracia, pero…

Lo cierto es que el uso de estas redes sociales me parece semejante al abuso que se tiene de los antibióticos. Dicen los que saben, que un antibiótico puede atacar una grave infección determinada, pero que si se abusa de ese medicamento, las bacterias se vuelven inmunes, se acostumbran, digamos, al antibiótico, y su efecto se pierde. 

Me parece que ya hemos abusado del antibiótico. 

Hasta la próxima.