Ustedes se preguntarán cuántas chupadas le di al porro, para salir ahora con lo de El Señor de los Anillos. Nada, ni una. Sucede que para ejemplificar acerca del tema de la libertad, el doctor Juan Manuel Burgos que es uno de los mejores filósofos del Personalismo -corriente que no tiene que ver con el futbol y sí, con la primacía de la persona en todo proyecto- ha utilizado la narración de J.R.R.Tolkien en el cierre de su curso.

La novela mezcla filosofía, mitología, religión y cuentos de hadas, sazonado el guiso literario con una tensión dramática basada en la libertad de escoger. Resistir la tentación o no, entreteje un entramado emocionante y muy bien ligado. Los hilos argumentativos en El Señor de los Anillos se dan gracias a las luchas interiores, en la que los personajes se esfuerzan por vencerse a sí mismos y a otras lides nada internas, sino con tremendos espadazos segando cogotes humanos y lanzas traspasadas en cuerpos de orcos como aceitunas en Martini. Unos contra otros se afanan por ponerle en la maraca a los demás con tal de obtener el Anillo Único, prenda mágica que otorga todo el poder a quien lo posea. Guerras, asesinatos, intrigas y aventuras, en la que la tentación de obtenerlo es la idea organizadora que da sentido a todas las partes del relato.

Como verán, la novela la traigo a cuento gracias a que la tengo fresquita. Por eso y porque el mundo no menos bárbaro e interesante en el que campa el autor de este De purísima y oro, es similar al del relato del autor sudafricano, en el que pasan cosas increíbles y todos pelean por una desgastada corona -no es anillo, pero lo parece por lo chiquita-  que se ha convertido en la tiara que se ciñe el más tramposo.

Como cada semana, el Anillo Único del toreo mexicano será disputado y para obtenerlo, los matadores lo saben bien, hay que hacer lo que sea necesario con tal de verse retratado en los portales electrónicos taurinos, llevando las orejas de los cornúpetas en las manos. Para lidiar hay tres encierros que por lo menos en Internet se ven muy presentables. En la actualidad, los toros tienen una vista más, sumada a las ya tradicionales que eran a saber, la vista en el campo, luego, la estampa observada en los corrales y finalmente, en la plaza. Salvo la última, todas resultan engañosas. Ahora, está de moda subir a la red electrónica las imágenes de los merengues, aunque esta sea la vista más falsa. El que firma se ha llevado unos palos fenomenales con esas fotografías, como no se los dieron a Frodo Bolsón defendiendo el anillo.

Sin embargo, los que han encerrado los ganaderos de Piedras Negras, De Haro y Brito  se ve que sí han cumplido los cuatro años. Y los de Brito un poco más. Pitones torcidos según la casa, bolsas testiculares bien colgadas, cuajo y caras adultas, por lo menos en la pantalla de la computadora, dan idea de edad reglamentaria.

Aunque conozco el final de la historia, no sé si le plantaré cara al impulso de ir a verlos, aun a costa de caer de nuevo en la decepción acumulada de los pitones manipulados y los megapuyazos a mansalva. No es que me debata en mis ambiciones de aficionado. No. Lo que no resisto es la tentación de comprobar con mis propios ojos, si los Gollum, esos seres abyectos y despreciables enviados por la mafia toreril, se atreverán a serruchar los pitones a los toros del Saruman de este artículo mitológico-taurino.

Apuesto a que sí y van los mortadelos que quieran –así se habla a nivel baro-. Sí, a que también a los toros de don Patrick Slim, hijo de uno de los hombres más ricos y poderosos de la tierra, y a su vez, ganadero de Brito, los malos de la historia les arrimarán segueta y limatón. Por eso, no quiero perdérmelo, va a ser glorioso: los orcos del serrucho venciendo a uno de los magos del neoliberalismo.  Muero de ganas. De verdad, mi tentación es del tamaño de las de Gandalf, Goromir y Galadriel acumuladas todas cuando tuvieron cerca la argolla mágica. La fascinación de ser testigo privilegiado es grande. No ir, implicaría privarme de escuchar la excelsa frase: “¡Aquí no se libran ni los toros de Dios Padre!” con la que ufanos se jactarán los que siempre saben bajo qué encino, se detuvo por un rato el camión con los cajones.