No siempre me formo en la fila de los puristas. Mi amor por la tauromaquia no incluye una devoción intransigente hacia las formas tradicionales. Creo que las cosas deben evolucionar para sobrevivir y, por tanto, que las reglas del juego deben modificarse, para que los públicos juveniles que van a heredar la fiesta, vuelvan a interesarse en ella. En lo que va de la semana he tenido dos alegrías. La primera ha sido el berrinche de Morante. Ya era tiempo de poner un hasta aquí a su flojedad y el “¡ya basta!” lo ha proferido él mismo. ¡Qué bueno! No está el horno para buñuelos ni la magdalena para tafetanes. Aquello de que el de la Puebla, en cada comparecencia estuviera abúlico y se tirara a matar de sobaquillo se empezó a volver una reverenda mención a la madre. Asimismo, lo de que tras aburrirnos con su miedo y su desgana, de pronto, pegara una única verónica y los simples dijeran muy ufanos –se de lo que hablo, yo fui de esa hermandad- que el lance había valido el boleto, era tan disfrutable como una patada bien puesta en los huevos. La segunda alegría ha sido la corrida picassiana de Málaga.

Si les gusta el arte, si disfrutan la belleza en cualquiera de sus expresiones, si aman el toreo, la música y la pintura, busquen el video de la corrida y pónganlo en el minuto que quieran. Con suerte darán con una tanda de naturales en cámara lenta de Enrique Ponce. O con un toro embravecido haciendo cisco las pinturas sobre los burladeros. O con la belleza y la voz de la soprano Alba Chantar cantando el Panis Angélicus. O con las cumbres tonales de Estrella Morente colaborando con el diestro de Chiva a bordar en flamenco la tarde. O con Pitingo requebrando las notas de Wendoline, mientras Conde se debatía en su miedo. O, tal vez, se den de lleno con el mismo torero malagueño en un precioso quite por verónicas, que en realidad, fue lo único de valor que hizo en toda la corrida. 

Enrique Ponce no es un estudiante de artes clásicas ni un literato, es un torero, pero ha leído libros y los ha escrito, de esa vena, le viene el culto por el arte. Él ha sido el autor de esta espléndida idea a la que bautizó como Crisol y la tarde de ayer, vio fundirse en ese recipiente el oro de sus sueños.

Un foco encendido fue colocado frente a la puerta de toriles de La Malagueta y el tubo que lo sostenía llegaba más allá de la barrera. Era una cita a la bombilla del Guernica y el ruedo se convirtió en el ojo solar que lo enmarcaba. La barrera y los burladeros tenían pinturas sobre puestas. La corrida picassiana fue una mezcla de conceptos. Las cuadrillas que no saben distinguir entre lo de Francisco de Goya y lo de Pablo Ruiz Picasso, iban vestidas de goyesco y Enrique Ponce sólo mando bordar unas discretas palomas de la paz picassianas a su vestido purísima y oro. Por su parte, Javier Conde sí lució un terno precioso, negro y azabache, con figuras emblemáticas del pintor malagueño. La música tuvo también surtido, lo clásico y la ópera alternaron con lo popular y el flamenco. Las pinturas eran manchas de color a lo Picasso, entreveradas de dibujos a tinta negra representando  imágenes taurinas combinadas con otras ideas ajenas a la tauromaquia.

La corrida y su sincretismo tuvieron un encanto enorme. Que sí, que los toros eran del encaste blando, que estaban justitos, además de noblotes y débiles, sí, lo que ustedes quieran, es cierto, pero la tarde fue muy diferente. Por ello, no estoy de acuerdo con los que se rasgan las vestiduras y piden que no se repita, exigen que se respete la tradición a ultranza. Los atrevimientos que con “Jaraíz” -toro que desde luego, no era de indulto- tuvo Ponce acompañado de la música, o la música engalanada por el toreo, fueron de enorme belleza. Incluso cuando el merengue había sido completamente dominado y el maestro valenciano ensayó la poncina con el capote, o que le diera las tres a Conde que no pudo con el bobaliconazo, fueron detalles que cambian el discurso.

Las faenas al calor de canciones como She, compuesta por Charles Aznavour y Herbert Kretzmer para la serie de televisión inglesa Seven faces of woman, y El oboe de Gabriel, inspiración de Ennio Morricone para la película La Misión, propiciaron un ambiente de enorme sensibilidad. Además, Enrique Ponce estuvo muy inspirado. La música de fondo, La conquista del paraíso, de Vangelis para la cinta 1492, hacía que el matador toreara como si estuviera soñando.

Sí, seguro, eso no es la fiesta, fue otra cosa que realzó más la experiencia de goce estético. Fue liberar a la imaginación, romper esquemas, y en eso estribó lo más sentido del homenaje al pintor. Si Picasso se hubiera detenido por lo que opinaban los tradicionalistas, nunca hubiéramos conocido Las señoritas de Avignon ni El Guernica.