Con frecuencia, siguiendo algo que, a mi parecer, es una filosofía muy, muy pobre, heredada del pensamiento mercantilista, se escucha decir que el “mundo está dividido en dos grupos de personas: los triunfadores y los perdedores”.

Esa es una reducción tan simple como peligrosa. Tan discriminatoria como dañina, y sus consecuencias dan fruto a actos que en el transcurso de la historia del ser humano han concluido; incluso, en la devastación de culturas, en derramamientos de sangre, y en una tradición vergonzosa de la educación en una buena parte del planeta.

Esto es porque el concepto de triunfo, desde la perspectiva mercantilista, se asocia al poder económico y a la capacidad de consumo desmedido que da ese poder.

Desde la perspectiva laboral, en un capitalismo despersonalizado, el concepto de triunfo se reduce al escalafón alcanzado en tal o cual empresa, asumiendo que el nombre de un puesto define el valor de quien lo ocupa.

Desde la perspectiva racista —presente en infinidad de guiones de películas hollywoodenses orientadas al consumo de los adolescentes de las sociedades anglosajonas, y de aquellas que pretenden imitar sus patrones—, desde esa perspectiva, se habla de los populares y de los loosers. 

Y los jóvenes clase medieros o juniors que cumplen a ciegas lo que les hemos hecho creer que es el ciclo de la vida, se identifican emocionalmente con esos estereotipos.

Detengámonos un momento a ver cómo este manejo del triunfo y del fracaso tiene una raíz profundamente individualista y alienta el resentimiento, el recelo y la lucha por el ascenso a una pirámide que hemos construido para otorgar categorías y clases a los humanos.

Una pirámide a la que estamos tan acostumbrados, que no la incluimos en nuestra lista de pecados cuando pretendemos hacer un examen de conciencia; ni la incluyen en su lista de pecados los que se arrodillan frecuentemente ante su confesor.

El resentimiento es, dicen los que saben, ese sentimiento de rechazo a quienes poseen aquello que nosotros quisiéramos poseer y no lo hemos logrado; un sentimiento que nos lleva a despreciar a los poseedores y a entronizar nuestra sed de superioridad, desde la cual somos capaces, incluso, de matar o ser muertos.

Creo que son muy pocos los que se dan cuenta de que efectivamente, no sé si el mundo, pero nuestro México está dividido, (y perdónenme el término tan mexicano, pero tan preciso) entre los gandallas, y los que se ocupan de defenderse de los gandallas. Entre los que buscan que su hermano se distraiga, se muestre vulnerable, para encajarle el diente y puedan transarlo. Del otro lado están los que ocupan la mayor parte de su vida para defenderse de los gandallas. Esta división no está necesariamente identificada con una clase socioeconómica: gandalla es el chofer del colectivo, el robacoches, el diputado, el empresario… 

Me queda, sin embargo, un resquicio de esperanza; una zanja que se abre entre ese tipo de personajes: los que aún creen en el ser humano. Y esos que aún creen en el ser humano, no pienses, amable lector que son muchos, ni son los que postean frases cursis en las redes sociales. Los que quedan en ese resquicio son quienes no desprecian la historia, no desprecian el amor al conocimiento, y, sobre todo, no piensan que el aliento al arte, a la filosofía, a la literatura, son patrañas inútiles. Los que, como lo he mencionado en otros espacios, tienen claro que la vocación no se reduce a la elección de una carrera o de un quehacer técnico; sino que la vocación, el llamado, la voz (que de ahí viene vocación, de voz) es precisamente el grito del otro que me interpela. 

Y no, nuestro golpeado México, no tendrá salida de su drama, en tanto quienes quedan en medio de los gandallas y los que se defienden de los gandallas, no tengan voz, y no tengan palabra. La verdadera revolución, decía un sabio profesor, no proviene de las armas; proviene de las aulas y de las familias. El problema es saber quién o quiénes, asumimos la tarea de esa revolución que nos roba la comodidad.

Hasta la próxima