Como tantos, como todos, particularmente aquellos que recibieron la mano extendida que les devolvió la esperanza, sí, como todos los que han posteado una y mil veces en las redes sociales, el heroísmo, el trabajo por horas sin descanso de cientos, de miles, de seres humanos a quienes abofeteó el sismo, pero les dejó la voluntad de ayudar… así, también, bendigo la presencia de quienes han sido instrumento de vida y de apoyo. Sean quienes sean, y hayan dado lo que hayan dado; desde el riesgo de su vida, hasta un tamal con atole o una canción infantil. 

Y en este recordatorio de hace 32 años, recordatorio vivo, reiterado, oscuro, lleno de dolor y lágrimas confundidas con el entusiasmo; me siento aturdido. 

Me aturde el regreso a aquellos años en que también una hecatombe lanzó su advertencia, su grito para señalar que el abrazo humano es necesario a diario, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia.

Sí, estoy aturdido de los nuevos periodistas y los que creen que lo son, que lanzan con morbo, una y otra vez las imágenes de los edificios caídos como si necesitáramos verlos de nuevo para saber que hay muerte y dolor; estoy aturdido del afán protagónico de aquellos a quienes les ha importado más la selfie y la imagen, que la pala, los escombros y quienes están bajo estos. 

Aquellos años no fueron distintos porque lo que duele al hombre, que es la fragilidad y la incertidumbre, la impotencia ante la furia de la naturaleza, le sigue provocando, miedo, dolor y llanto. Lo que ha cambiado, ha sido su manera de expresarlo y de sanarlo.

El advenimiento de las nuevas tecnologías, unido a este desastre, es una profunda enseñanza; y quienes no queramos aprender de ellas, no distinguiremos sus bondades y sus vicios.

Sobra decir, y solo lo menciono para continuar expresando este aturdimiento que seguro estoy comparto con muchos; sobra decir que la bendición de las redes, permitió comunicarnos, tranquilizarnos, compartir nuestras pérdidas y daños y recibir consuelo; actuar de manera inmediata. Pero después ha venido el ruido, el embelesamiento, la furia de teclear, que nos robó, muchas veces, un necesario silencio.

Aquí va mi aturdimiento: a 32 años, hemos aprendido a actuar de manera efectiva ante el desastre; pero no veo que miles de mexicanos en ese lapso, nos hayamos unido para darnos la mano y dejar de aprovecharnos del otro en cuanto es posible; no veo en ese periodo, la solidaridad ante los embates que sí tienen rostro, la solidaridad para no escalar por encima del otro y alcanzar una posición económica y política privilegiada; para no adquirir artículos superfluos en un consumo desmedido en el que se deposita el valor de la vida. Que hay grandes hombres y mujeres a quienes les impulsa vivir para servir y para construir un mejor entorno, no me cabe la menor duda. Pero esos, muchas veces, son acallados y están en el silencio.

En una repentina conciencia política que, por enconada, despierta sospechas; denunciamos el autoritarismo de gobiernos y el desmedido presupuesto destinado a partidos políticos, como si ambos fenómenos hubieran emergido después de este triste desastre natural. Estoy aturdido. Pues, ¿no es ese mismo pueblo que hoy se da la mano, el que llevó a estos seres a los sitios que ocupan? Sé que la respuesta podría ser: “Es que hemos despertado”. Ojalá. También despertamos hace 32 años. 

Lejos estoy de la amargura y del desánimo, pero, lejos estoy también, de caer en la ficción que fabricamos cuando estamos hundidos. Creo, simplemente creo, que la esperanza se construye. Es verdad, el golpe ha sido devastador, desde el abismo miramos hacia arriba: el filósofo Kenet Melchin asegura que para actuar por el bien es necesario romper la inercia. Nos la han roto. Se trata de no regresar a ella. Volveremos a tomar la vida. La vida. Que consiste en no tener que esperar a que de nuevo la desgracia nos amenace para volver a despertar.