Nada hay que obstruya más la generosidad, que la abundancia. Es decir: cuantas más comodidades se tienen, las necesidades de los demás se ocultan ante nuestra mirada. Theodore Zeldin, en su extraordinaria Historia íntima de la humanidad, sorprende a los lectores que durante siglos hemos venerado una determinada manera de concebir a la familia, y cimbra las convicciones de quienes creen que no hay mejor ámbito para impulsar los valores humanos, que el que se conforma bajo un techo común y en una estructura jerárquica constituida por el padre, la madre y los hijos.

No soy quién para contradecir esta convicción, pero, quizás vale la pena hacerle algunas acotaciones: en el recorrido que este autor hace, visitando distintas culturas, para conocer su concepto de familia, encuentra que probablemente los occidentales hemos construido un esquema en el que creemos y que, sin embargo, no es necesariamente el mejor desde el cual se pueda impulsar la generosidad y la solidaridad en favor de los derechos humanos y de un mundo más justo.

Sería, cuando menos, ingenuo, pensar que en una época en donde la proliferación desmedida de comodidades es el parámetro desde el cual se determina quiénes en su vida han alcanzado el éxito, este rasero no influyera en los anhelos de quienes deciden conformar un hogar. 

Dicho de otra manera: una casa en la que no falta ninguna de las herramientas de la modernidad, donde no faltan los dispositivos de comunicación, las computadoras, los electrodomésticos de última generación, se ha convertido en la meta que “un buen hogar” debe alcanzar, sin conciencia de que este ámbito de las comodidades, paulatinamente va forjando hombres y mujeres que ven en la caridad y en el trabajo compartido, solamente un  adorno que luce bien en el vestido de las “buenas personas”.

Seamos honestos, hay, en muchos ámbitos de nuestra sociedad, mayor preocupación por poseer las herramientas y los utensilios modernos, que por fomentar el trabajo colaborativo en favor, no solo de la familia, sino de otras comunidades.

Zeldin relata que, mientras en las típicas familias occidentales, se establecen las fronteras que protejan a los hijos de las “malas influencias” del exterior, hasta que estos alcancen su “madurez”; entre los nazkapi (antiguamente conocidos como pieles rojas) todos los niños son de todos y es, prácticamente, una obligación de los adultos, brindar cariño y protección a los infantes, sin importar quiénes sean sus padres. Obligación que se aplica para con los pequeños que, incluso, no pertenezcan a la tribu.

No caben en este espacio todas las referencias que hace el autor respecto de los verdaderos constitutivos de la familia para esos grupos humanos. Pero llama la atención uno de ellos: la propiedad no forma parte del patrimonio familiar, no hay testamentos ni bardas que protejan terrenos; la convicción que prevalece es que la propiedad es de determinada persona en tanto haga uso de ella y la necesite. No existen, por ende, artefactos superfluos, ni riquezas superficiales.

En ese tipo de sociedades no se educa para la formación de un patrimonio, sino para la defensa del honor, la dignidad, la sabiduría y la espiritualidad.

Mientras leía esas descripciones, no podía menos que sentir un poco de compasión por quienes, de una manera, por demás miope, consideran que hay una sola estructura familiar, y vinieron a mi mente aquellos que se han dejado la vida en forjar sólidos patrimonios, consumir las últimas novedades de la tecnología y, de pronto, se ponen un vestido adecuado para defender lo que consideran “valores tradicionales de la familia”.

Cuando se tiene la oportunidad de mirar desde otras ventanas, no hay  alternativa mejor que la de mostrarse humilde y asumir que, en aras de lo que se considera civilizado, son muchos tesoros del espíritu humano los que se han sepultado y, probablemente nadie los destierre. Y que la llamada “tradicional” o “natural”, es una de tantas maneras de concebir a la familia. 

Aprovecho en este espacio para sugerir el libro al que hago mención: Historia íntima de la humanidad de Theodore Zeldin editado en Barcelona por Plataforma editorial. 

Creo que vale la pena echar otra mirada a la historia humana.

Hasta la próxima.