Cada quien tiene su fiesta de toros, ¡claro!, diseñada a su gusto y a la medida de sus propias convicciones. La mía es muy romántica y por tanto, incluye al toro-toro, es decir, al bovino que ha cumplido cuatro años, que salta al ruedo con una cornamenta bien armada e intacta, que tiene buena estampa y que da la impresión de fiereza, también, incluye al casi extinto héroe contemporáneo que se atreve a pararle tacos a ese toro, también encierra a las ganaderías que se han afanado más por la bravura que por la nobleza y a los buenos subalternos que se la juegan con los merengues de verdad. Soy de los que piensan que en Tlaxcala está lo mejor de la cabaña brava nacional. En esa tierra están mis amigos ganaderos, soy devoto de sus divisas y venero la historia de sus vacadas.

De los potreros de esas ganaderías son mis recuerdos más lejanos, aquel día de la niñez, cuando de las manos de mi padre y de mi abuelo descubrí el embrujo que es el toro en el campo. Ya lo he contado, fue una mañana muy temprano, recuerdo que estábamos tras la alambrada y la niebla no dejaba ver los toros, pero se presentían allí, muy cerca. De pronto, se corrió la fría cortina y apareció un toro negro, imponente, con los pitones astifinos apuntando al cielo, nos miró despreciativo, dio la vuelta y se marchó al paso, señorial, luego, con un trotecito, junto con sus hermanos se fueron a otra parte del potrero y la nube baja cerró el escenario. La visión mágica duró tan sólo unos instantes, pero en mi corazón se quedó grabada para siempre.

Por recuerdos como éste y muchos otros más, soy de la estirpe de seres humanos que aman entrañablemente el toreo. Por ese cariño, me uno a actividades como la que se dio en Apizaco, ciudad del estado de Tlaxcala, en la plaza de toros monumental Rodolfo Rodríguez El Pana, el gobierno municipal organizó El Campo en la Plaza. Este fue un evento con fines pedagógicos y de fomento a la tauromaquia.

Empezamos a las ocho de la noche. Metidos en un burladero de contrabarrera, hicimos la crónica en vivo y además, dimos la explicación de lo que acontecía en el ruedo.

La noche fue fría, pero transparente. En los medios del ruedo pusieron un círculo de pacas de paja para proteger a los que trabajaban con la hoguera para calentar los hierros. Los alumnos de la Escuela Taurina Municipal de Apizaco fueron los encargados de barbear los becerros, aunque, en realidad, lo acabaron haciendo los vaqueros y caporales de De Haro, ganadería que puso los animales y los elementos.

La estampa, una vez atrapado el pequeño vacuno, era muy bonita, porque dos vaqueros, uno montado en un caballo alazán y el otro en un tordillo, con pial y lazo a las manos, inmovilizaban a cabeza de silla al becerro, mientras las llamas crecían y se achicaban en los medios. El ganadero Antonio de Haro cumpliendo con el rito ancestral, ponía el hierro de la casa y permitía otros que se acercaron que herraran los números, entre ellos, al matador Sergio Flores.

Si herrar es el acto de marcar al ganado como propiedad y que se acostumbra hacerlo como una fiesta, con un evento como éste que además, fue gratuito, las personas que no tiene un amigo ganadero que los invite, pueden ver la faena, tal como acontece en el campo.

Luego del herradero, apagaron el fuego. En una camioneta se llevaron la paja y la base de acero sobre la que estuvo la fogata y, entonces, tentaron dos vaquillas. Una la lidió el novillero Gerardo Sánchez, que fue discípulo de El Pana y la otra, la toreó el novillero Sebastián Soriano. Este es un jovencito de baja estatura y moreno como pena honda, muy buen torero, de mucho arte y muy fino. Las vaquillas salieron buenas, mejor la segunda que además de enrazada, tuvo muy buen estilo.

Me gusta hablar de toros y este era un buen momento de hacerlo en público, aunque al que esto escribe no le dieron ningún crédito, se acomide de muy buen grado. Los que la amamos, debemos defender la fiesta. Después de las vaquitas, las cosas se pusieron serias y a la arena saltó un novillo berrendo en cárdeno muy claro, que parecía casi ensabanado. Tenía peso y se apreciaba que había rebasado los tres años. La bola del morrillo lo hacía lucir imponente, era un poco gacho y apretado de cuerna. Los espectadores lo recibieron con una gran ovación, es que hay corridas de toros en las que no sale un ejemplar con ese volumen. Fue muy bueno, enrazado y de buen estilo, metía la cabeza con mucha clase. El novillero José Mari Macías fue el encargado de lidiarlo a muerte.

El programa incluía la lidia de un toro, que fue recibido con aplausos. Era un ejemplar cárdeno con trapío. No lo vimos, porque, en este país siempre que de toriles aparece un verdadero toro, nadie sabe qué hacer. Después de que Antonio Romero le dio las buenas noches con el capote, la peonería no pudo con él y lo lidiaron del asco. En cuanto salieron los caballos, se les escapó del burladero de arrancar y por ello, lo picaron en la querencia. ¡Fatal!, le pegaron mucho. Luego, en banderillas, el peón de brega, en lugar de darle capa alargando el recorrido, muy cauteloso, lo recortaba debajo de las rodillas. Total, que apocó las embestidas. Sin embargo, el toro era bueno y cuando Antonio Romero le pudo, le pegó una tanda de naturales notables.

Es una lástima, pero la torería mexicana, tan acostumbrada a lidiar erales engordados, se aterroriza en cuanto ven un toro con edad. Es muy cierta la expresión que dice, “la mexicana es una fiesta de aficionados, la española, de profesionales”. Pero, más allá de lo bien o lo mal lidiado, el evento fue un éxito y se cumplieron los objetivos. La gente que nunca lo había visto, conoció las faenas de campo.

Así es está esto de la tauromaquia. Unos luchamos y nos afanamos por mantener viva esta tradición y hacemos lo que está a nuestro alcance por ganar adeptos a la causa, mientras otros, con su mezquindad y su corta visión se encargan de echar abajo lo que se ha construido, al caso, los matadores que el domingo pasado lidiaron las infamantes sardinas de Xajay en la plaza Vicente Segura de Pachuca. Fermín Rivera, Diego Silveti y Andrés Roca Rey, pusieron la tauromaquia a la altura de una pantomima. ¡Siempre hay gente solidaria, de esa que mira la burra reparar y todavía le avienta el sombrero!