A las ocho de la noche, en las avenidas poco iluminadas de Cuernavaca, el hombre se nota fatigado e intenta que alguien compre un ramo de gardenias. No sé si mañana algún listo lo enrole para vender droga en lugar de flores. 

Una mujer a quien no alcanza para pagar “la cuota de piso” que, seguramente controla algún lidercillo, recorre pudiendo cargar apenas una cubeta con aguacates que vende “por medida”: los que caben en una lata vacía de sardinas.

Los padres de los jóvenes tiemblan cuando sus hijos, pasada cierta hora de la noche, salen solos porque “vaya a saber qué les puede pasar”.

Todos los días, sin fallar uno, los medios de comunicación relatan las muertes impunes y los mal llamados “ajustes de cuentas”, que se traducen en decenas de muertes que destrozan familias.

Los cuerpos policiacos mantienen las cadenas oxidadas de la corrupción que comienzan por el ciudadano evasor y concluyen en los altos mandos.

En la frontera de México con Tijuana, me ha tocado ver, sin poder disuadir, a una mujer que con un bebé envuelto en un sarape, inicia su travesía por las heladas aguas que nos dividen del país “de los sueños”.

Soy latinoamericano, soy mexicano, hijo de un hombre que se dejó la piel en la lucha por un ideal que consideraba democrático, cuando la República Española, comenzó a entrar en crisis y las clases trabajadoras se enfrentaban a los terratenientes, en una amalgama confusa de intereses políticos que incluían a los anarquistas, la falange, la intromisión rusa… que dieron lugar a una guerra civil. Esa donde luchó mi padre y que al cabo de 50 años miraba y decía: “la guerra es una estupidez”.

Ahora, me ha tocado estar en tierras españolas; me ha tocado ver la masa de migrantes árabes, africanos, latinoamericanos, que se hacen cargo de los ancianos que, algunos no tienen tiempo de atender. Me ha tocado ver emigrantes trabajadores, pero también he visto cínicos que van a ese país a vender compasión o lástima.

Sí, también he visto en Madrid, indigentes que duermen en las casetas de los cajeros automáticos, llegadas las noches frías de invierno. Y lejos de una comparación lastimera, lo único que viene a mi mente es que España es un país que no tiene ni la mitad de las carencias que tiene el nuestro. 

Y no, no conozco Barcelona, ni el territorio Catalán. Anhelo estar frente a la Sagrada Familia de Gaudí, pasear los caminos que seguramente caminaba Dalí. No he podido llegar a la tierra donde concluye el camino que alguna vez hiciera el peregrino Ignacio de Loyola.

No tengo ninguna autoridad para opinar sobre el conflicto catalán, solamente miro con tristeza el enconado afán de una independencia que no termino de entender. Miro las decenas de versiones de la historia española que busca argumentar a favor o en contra de quienes, en su justa libertad de elegir, pretenden escindirse del Estado español.

Como cualquier hijo de vecino, me confunde escuchar a un monarca hablando de democracia, y me confunde la promesa que un líder político hace cuando promete el paraíso de un país libre. 

Y en los discursos que escucho de una y de otra parte, se usan conceptos abstractos, ya sea de legalidad, constitucionalidad, independencia, soberanía. 

Un teórico de la propaganda señala atinadamente que ésta consiste en dar pocas ideas a la masa, mientras las ideas complejas pertenecen a una élite de intelectuales o académicos. 

Todo el derecho tiene un pueblo de elegir su destino, pero al lado de ese derecho tiene otro que es el de conocer las consecuencias de lo que va a elegir.

En México, hemos tenido una historia en la que elegimos lo que se nos promete y llevamos centurias caminando, llegando y lamentando la decepción, porque elegimos con las pocas ideas que cautivan, mientras las complicadas, siguen en manos de unos cuantos.

Las juventudes hitlerianas fueron honestas con su corazón y optaron por la elección de las promesas que terminaron como terminaron, porque su corazón fue movido por unas cuantas ideas. 

Esta inocua reflexión, solamente abre la pregunta: ¿en la promesa de independencia, hay una reflexión global sobre los países que, como el nuestro, carecen de las bondades que hoy tiene Cataluña? ¿Hay un discurso honesto de los riesgos que supondrá elegir esa independencia, dejándonos de abstractos y honores?

No lo sé, y no soy quién para responder, pero respiro algo de engaño.

Hasta la próxima.