¿De qué hablamos cuando hablamos de los jóvenes?, es una pregunta que no nos vendría mal, antes de abrir la boca y lamentarnos sobre “lo terrible que está hoy la juventud”.
 
Antes de recetarles a los adolescentes las historias de lo valientes y responsables que fuimos en nuestras juventudes.
 
Es una pregunta que se hace Josep M. Lozano, un decano catalán, preocupado por las generalizaciones a las que estamos tan propensos quienes hemos rebasado o estamos cerca de rebasar el medio siglo. 
 
Sin decirlo expresamente habla de estos a los que nos dan ataques de pureza e integridad intelectual con alucinaciones de una juventud casi perfecta, en la que teníamos planeado a detalle el futuro al que llegamos, apertrechados y bien definidos. ¡Ja!
 
Yo recuerdo, tras la amenaza de mi padre: “aquí se trabaja o se estudia”, que decidí poner fin a más de un año de “búsqueda de mi vocación”, y la encontré en un ex convento, bellamente remozado, con pupitres de caoba y columnas restauradas del siglo 17. 
 
Recuerdo que tras saltar de Pedagogía a Derecho y de Derecho a Psicología Social, llegué a aquel recinto y con una gran convicción dije: “no sé qué se estudia aquí, pero aquí me quedo”. ¡Por Dios! He sido testigo decenas de veces, de las quejas y lamentos de padres cuyos hijos han saltado de una a otra carrera y “lo único que saben decir es que no era lo que esperaban”. Y sé que yo no soy mejor que ellos.
 
La diferencia entre esos jóvenes y quienes terminamos una carrera allá en la “moderna prehistoria”, es que a nosotros no se nos permitía andar de chapulines, como no se nos permitía tener más zapatos de los estrictamente necesarios para caminar.
 
Pero no quiero desviarme demasiado: decía que no nos vendría mal precisar lo que entendemos por juventud o por jóvenes, cuando la historia fantástica de nuestros años mozos nos dibuja a nosotros mismos como los maduros en ciernes, listos para crecer. 
 
Lo cierto es que, como dice Lozano, al hacer una especie de taxonomía histórica de la juventud, en cada década —cuando menos— ser joven tiene su propio significado: así, habla de los jóvenes de los 60, o “los jóvenes que creían que lo serían siempre; los jóvenes de los 70, o “los jóvenes que no supieron cómo serlo”, o bien los jóvenes de los 80, o “los jóvenes que se encontraron condenados a serlo”. 
 
Para desembocar en los jóvenes de los 90 o “los jóvenes desencantados”.
 
Vale la pena echar un ojo a esta reflexión del filósofo catalán, y saber cuál de estas categorías pertenecemos. 
 
Y, bueno, es de elemental honestidad, no medir con la misma vara a una juventud enraizada en la tecnología, y a aquella en la que lo más novedoso era la televisión a colores. 
 
Entre otras razones porque, los jóvenes a los que juzgamos, no emergieron de la tierra por generación espontánea; porque la incredulidad hacia el futuro prometedor la hemos sepultado los adultos y esta inmediatez furibunda que caracteriza a muchos de los jóvenes del nuevo milenio, es la herencia de los que dejaron de creer en el futuro y son los viejos del presente.
 
Por otra parte, es del todo injusto equiparar al joven campesino con el que tiene la seria preocupación de perder el wifi. 
 
Hace unos años, frente a un grupo de adolescentes de la sierra de Guerrero, con mi miopía semi burguesa, pregunté, si pudieran pedir un deseo, que es lo que pedirían. Esperaba por supuesto, que desearan un dispositivo móvil, o un auto. Un joven de 16 años, se levantó y me dijo: “quiero que no me oculten la semilla de guayaba y poder sembrar mi propia huerta”. ¡Vaya bofetón que me acomodó el muchacho! 
 
Fue entonces que entendí que, ciertamente, la pérdida de símbolos solidarios, la búsqueda del disfrute sin esfuerzo, está en muchos jóvenes de este milenio, pero, reitero: si esa es el distintivo más generalizado, será porque los adultos nos hemos esforzado en confeccionarlo y, no se vale, creo, presumir de nuestros “valores perdidos”. Pues ¿quién dejó que se perdieran?
 
Hasta la próxima.