No iré, ¡lo juro! y eso que soy pertinaz, y asisto aun cuando mis familiares y amigos que no son aficionados y por tanto, no saben lo preciosa que es una corrida de toros, me tientan invitándome por decir algo, a una magnífica paella o a un asado argentino, mollejas y chistorra incluidas. Igual, no dejo de ir a pesar de que mis parientes y camaradas que sí saben, me cuestionen: “¡De verdad, vas a ir a ver ese cartel?”. Con todo, me subo al coche y tragándome las dudas, acudo al lugar donde se dará el festejo.

Otras veces, concurro y además, lo hago con una ilusión empecinada que en los adentros me dice: “Hoy no puede fallar la cosa”. Aun cuando mis hijos -que parece fueron paridos en el tendido Siete de Las Ventas- me salen al paso con nutrido fuego antiaéreo para bajarme el avión: “¿Toros de Piedras Negras?” – también pueden ser de Tenexac o de De Haro- “o sea, ¿vas a ir a ver cómo los matan en el caballo?”. Y sí, sí voy.

Sin embargo, a esta no iré. Perdonen al aguafiestas. Es que cuando se tienen motivos contestatarios, no ir a los toros es tan trascendente como hacerlo. No soy profeta ni adivino, pero el desencanto está más que anunciado. La fiesta de toros en la ciudad de México ya trae media lagartijera en las agujas. El domingo, toros de Teófilo Gómez para un mano a mano sin ningún sentido ni rivalidad ni antecedente ni nada. El Juli y Joselito Adame, los generadores de la perpetua desconfianza.

Las señales son claras y las intenciones de la empresa, también. Al carajo con el servicio al cliente, nada de exhibir los toritos antes de que salgan por la puerta de toriles. ¿Para qué mostrarlos? Sólo para generar problemas. Se los brindo: corniausentes, con estampa de novillos, nobles hasta la desesperación, embestidas bobaliconas y faenas excelsas en la forma y de fondo, nada. Es decir que junto con la bota y el puro hay que llevar el despertador. Es que este cartel inaugural de la Temporada Grande en la Plaza México es de sueño, sí, de sueño profundo.

La afición acudirá sumisa y borreguil, porque los cabales están ávidos de su espectáculo amado y a los otros, les da exactamente lo mismo si el merengue parece toro o eral, si tiene leña en la cabeza o plátanos dominicos, si está encastado o posee la bondad de una hermana de la caridad.

En cuanto a El Juli, sobrado de técnica, pondrá los muslos en la línea de fuego y el bicho, en correspondencia, con el hocico abierto y la lengua de fuera, en vez de tirar el tornillazo, olisqueará la taleguilla. En general, la obra será muy bonita y la estocada un verdadero espanto. ¡Ay! el brinquito olímpico de longitud para salirse de la suerte y clavando hasta los gavilanes lo matará fulminado. Por su parte, Joselito Adame, laborioso, querrá dar pases y más pases insulsos, y los dará. Entre los dos, tundirán a los presentes a derechazos y naturales “bonitos” e intrascendentes. 

A la fiesta de toros mexicana ya no la salva ni Dios padre, está tan lastimada y decadente que no aguanta más. Pero no importa, porque ya nadie la quiere. Por eso, los aficionados compran su boleto sin ver lo que se va a lidiar y sonando el clarín, si protestan algo, será con la firmeza de un camote olvidado al sol. Ya no reclaman toros, se conforman con unos pases a una camilla que se mueva. Corren los tiempos en que se prefiere lo superficial al fundamento. ¿Quién quiere ponerse exigente? Eso es de amargados, aguafiestas, de loquitos ortodoxos.

Por lo demás, ya sé lo que sigue, por eso, no iré a la corrida inaugural: Chaparrón de orejas ¡qué viva el arte! y los amigos que sí fueron llamándome por teléfono: “¡Tonto te perdiste una corrida apoteósica!”