—¿Sabe, me dijo quien hace muchos años era mi jefe en un noticiario con gran audiencia—,  qué creo que son los libros de superación personal? Son aspirinas, y tienen el mismo éxito y niveles de venta que esos analgésicos.

Una definición que ha permanecido en mi cabeza por más de 25 años: “aspirinas para el alma”. 

Y conste que en aquellas épocas, aún había esperanzas de que la gente con carencias espirituales, acudiera a los libros y no a las páginas del ciberespacio para encontrar alivio a sus inquietudes. 

Época en la que los reality shows, transmitidos hoy por la televisión y por la red, no creaban héroes de papel ni saturaban las barras de programación. Época en que las frases cursis solo se comercializaban a través de las tarjetas que vendía y vende aún Sanborns, y ciertas papelerías, para ahorrar al “enamorado” pensar en algo que ya está impreso en papel y adecuadamente ilustrado con imágenes que emanan miel.

La búsqueda de un sentido que no se agota en la adquisición de bienes, ha estado presente en la historia del ser humano, probablemente desde que apareció en el planeta; de ahí que no fue suficiente el suministro de comida y alojamiento, y se fueron conformando vínculos humanos que terminaron en complejas estructuras sociales.

Pero el caso es que desde que la mercadotecnia se ha ocupado de convertir en demandas las necesidades inexistentes, esta búsqueda de sentido pretende resolverse de manera inmediata.

Serios críticos y estudiosos del comportamiento humano han descubierto que el concepto de “progreso” acuñó su esencia basado en dos  fines: velocidad y distancia. Desde el descubrimiento de la rueda, gracias a la cual se acortaron tiempos de recorrido y se vencieron las inconveniencias de las grandes distancias, la velocidad y el tiempo prevalecen hoy como el parámetro desde el cual se califica la eficiencia y el pretendido avance de la humanidad.

Lo mismo que un dogma, quienes se atreven a poner en tela de juicio las bondades de la rapidez que supone el encuentro de respuestas, el viaje de la información, o la comunicación instantánea, son mirados con recelo, pues ¿quién se atreve a cuestionar las maravillas de la inmediatez?

“Buscadores” cuya rapidez en el tiempo de respuesta es impresionante; cursos, diplomados, y hasta programas con grado académico que se alcanzan en pocos meses, garantizados por “calificadores” globales y “certificados”, apoyan esta idea de progreso.

El caso es que, desde la humilde opinión de quien esto escribe, hay asuntos que lo último que requieren es inmediatez, y tal es el caso de las respuestas a la permanente pregunta por el sentido de nuestras existencias. Y sucede lo mismo con  las respuestas que a lo largo de la historia humana, ha trascendido como herencia cultural y científica.

No, no es la rapidez, el espacio que han demandado los personajes cuyo tiempo de espera, investigación y reflexión ha abierto los espacios de la sorpresa en que aparece el descubrimiento inesperado. La irrupción del momento en que el artista o el científico han podido dar a luz a aquello que a través de los años ha construido nuestra herencia histórica y cultural, no se tejen en lo inmediato, sino en la osadía de crear ámbitos o —si se quiere— “realidades aparte” y hoy nos permiten venerar con devoción a “David”; a Jean Valjean; arrobarnos en el placer de viajar en el “Invierno” a través de los acordes de cuerdas y viento; maravillarnos y ser orgullosos herederos del átomo, la física cuántica…

Creaciones que no emergen de la prisa, ni de la inmediatez. Creaciones de quienes se han ido apercibiendo de las ventajas de los instrumentos de la técnica, pero no han levantado un altar en su honor, ni se entregan a ella, sin tener antes una intención, una pregunta por resolver  que requiere de tiempo, no de  prisa. 

Ese es el caso, hoy: la tecnología, seductora por los alcances en la reducción de tiempos y de distancias, es el ídolo a venerar, y nos olvidamos de las preguntas. Las preguntas se resuelven con la nueva aspirina, con el analgésico que quita los dolores, pero que no arranca de raíz el malestar, ni sana. Como el analgésico, los contenidos cuya difusión favorece la tecnología de la informática, actúa de manera rápida y eficaz. Pero, como el analgésico, poco a poco va haciendo que nuestro espíritu sea inmune a sus efectos y la pregunta prevalezca. Y la pregunta requiere de espacio, de tiempo, de profundidad para intentar, una y otra vez, ser contestada.

Hasta la próxima.