La inseguridad que vive el país no surgió en 2006 con el gobierno de Calderón. En ese sexenio la violencia que azotó al país mostró magnitud inusitada, pero como parte de un proceso que venía desde lejos. 

En ese sedimento, sus antecedentes acumulados, los encontramos en una dinámica de debilitamiento de la vida social, cultural, económica y política que ha llevado a la ruina a la Nación, entendida como un ente capaz de velar por la seguridad e integridad y felicidad de sus habitantes.

Los grupos de poder perdieron la brújula y no supieron establecer orientaciones para la urbanización sin control y la caída de la inversión en todos los sectores, principalmente en el campo. La “sabiduría” de las élites se ha concentrado en transformar a México en una economía de mercado y como si fuera la panacea que resolvería todos nuestros problemas. 

Basados en la creencia absurda de que el mercado distribuye los beneficios sociales, hoy somos la burla de todo mundo cuando el vecino del norte literalmente nos dio una patada en el trasero después de haberlos seguido en sus aventuras del libre comercio.

Que ahora se lancen al campo elogios por ocupar los primeros lugares en el mundo debido a la producción y cantidad de alimentos que se exportan, debería ser un motivo de vergüenza porque tenemos en el país a millones de personas sin posibilidades de alimentarse. 

El mercado ha sabido distribuir las ganancias hacia arriba, como se ha demostrado en múltiples estudios que se han llevado a cabo. Es precisamente en el campo, entre los Pueblos Originarios, a los que presumimos para atraer turismo los que encabezan las listas de los clasificados como “pobres” y “hambrientos”.

No es una casualidad, después de la clasificación viene el “salvador”: empresas mineras que se llevan los minerales, tan importantes para el futuro, tanto en la industria química, alimentaria, de la salud, así como por el valor que en sí mismo representan.

Las ciudades vieron crecer sus periferias “grises”, como resultado de la concentración de la población en pequeños cerros y montañas en donde se acumuló lentamente la deshumanización, debido a que esos procesos estuvieron acompañados de cierre de empresas, el desempleo y los bajos salarios.

Se ha permitido una cultura de la violencia que se proyecta a través de los medios de comunicación de masas, en donde no solamente se ofende al sentido común, sino que se convierte a las minorías en el hazmerreír del auditorio televisivo (nosotros mismos).

Poco a poco, lentamente, pero con firmeza, se fue asentando una fuente inagotable de lo que ahora es un fenómeno social. El crimen organizado. No se trata de grupos que actúan en la oscuridad a donde los quiere colocar el discurso del poder.

Es un fenómeno social, es decir, la sociedad se encuentra inmiscuida en ese tipo de conductas. Una prueba de ello es que el problema abarca desde familias que pueden ser vecinos hasta políticos y empresarios. 

Por lo que las salidas deben ser en ese tenor: sociales. La llegada del Ejército puede representar un cierto alivio para lugares en donde la policía falló, pero con esas medidas no se atiende de fondo el problema.

El fuego no se apaga con fuego, a menos que la intención sea como ocurre con las empresas ante estatales y ahora privatizadas o en proceso de privatización. Se les exhibe (como a la policía) públicamente como incompetentes para venderlas (para eliminar a la policía).

A la policía nacional se le ha exhibido durante años con el fin de preparar la llegada de una fuerza que, hasta el momento, en donde se ha parado no ha logrado detener la hemorragia de violencia porque sus estrategias no apuntan a soluciones sociales sino igualmente violentas.

No existe rincón del país sin violencia. El Ejército sigue tácticas militares y no sociales, lo que permite que la violencia se reproduzca. A un líder detenido le sigue otro en la estructura delincuencial.

El problema de la violencia se debe resolver con políticas sociales que nos vuelvan más hombres y mujeres que pueden vivir sin la incertidumbre que la economía de mercado y la industria de la muerte (de producción de armas) nos ha dejado como herencia.

La Ley de Seguridad Interior no responde a medidas sociales urgentes, sino a la de ojo por ojo y diente por diente.