Creo que los seres humanos no soportaríamos la carga de nuestra existencia si no la sazonáramos con algo de ficción. Ahora que empieza el año, la mayoría de los que hemos sido educados en el Occidente hacemos en nuestra imaginación una especie de mapa, o de libro del que hemos concluido un capítulo para escribir el siguiente.

Si nos detenemos un poco, este ciclo en el cual la Tierra ha concluido su rotación alrededor del sol y que se calculó en 365 días —más o menos—, es una herramienta construida por el ser humano para darle orden a algo que observaba en su repetición y a lo que le otorgó sentido.

Fue capaz de hacer objeto de estudio las estaciones del año, programar así los periodos de la siembra y de la cosecha, prevenir las heladas y por supuesto, ubicar en la historia de los que somos creyentes, el nacimiento de Jesús.

Y con el tiempo, con muchísimo tiempo que no es posible imaginar, puesto que nuestra efímera vida no nos da referencia, civilizaciones como la nuestra ha vivido inserta en esos periodos y, según convenga a sus intereses, les rinde culto o los pisotea.

Muchos han sido los calendarios que nos orientan, pero lo importante es que hemos perdido la reverencia al milagro en el que estamos y que se llama vida.

Si bien, en la historia de la humanidad, encontramos esos momentos en los que grandes genios de la ciencia, del arte y de la reflexión se dieron cuenta de que la Tierra no es súbdita del ser humano, sino el ámbito con el que debía armonizar su existencia, lo cierto es que, ya que estamos en estas temporadas que despiertan sentimientos románticos, algunos rayanos en lo cursi y meloso, no nos caería del todo mal revisar nuestra “casa” y qué tanto armonizamos con ella.

Por ejemplo, es de llamar la atención que luego de doce meses en los que hemos consumido toneladas de artículos que dañan la atmósfera, nos deseemos salud, mientras arrojamos a la basura unas cuantas toneladas de recipientes desechables y lanzamos al aire la pólvora que al día siguiente teñirá el cielo de gris.

Con lágrimas en los ojos, abrazamos al hermano —o al desconocido—, asegurando que “será un buen año”, como si el año tuviera vida y personalidad propia, y se erigiera como un genio sobrenatural que guiará nuestros destinos. Volvemos, como dice el escritor James Garvery, a sacrificar al toro a los dioses, para que nuestras vidas sean mejores.

Creo que los rituales son maravillosos cuando se acompañan de esa pausa reflexiva, cuando adquieren su sentido mítico al evocar un tiempo originario y buscan insertar lo sagrado en nuestra inmediatista cotidianidad. El problema es que también lo sagrado se ha trivializado y ahora es un objeto de consumo.

Deseamos “felices fiestas” por un acontecimiento eminentemente cristiano, donde es más importante el intercambio de regalos que sangra nuestros bolsillos, a la pausa de reflexión y refugio que pueda suponer una convivencia auténtica.

No, 2018 no será un buen año, ni un mal año, será una sucesión de días cuyo rostro se hará a partir de nuestras acciones, de nuestra conciencia de ser quienes promovemos con los actos cotidianos, un ámbito solidario, justo, fraterno.

Creo que el azar es menos determinante en nuestras vidas de lo que le atribuimos. No será un año de lo que “Dios quiera”, sino de lo que el ser humano elija y, si somos creyentes, de lo que hagamos para la construcción del Reino.

La tierra sigue girando y cumplirá nuevamente el ciclo que nació con el calendario gregoriano. Los acontecimientos y las acciones que se desarrollen en ese periodo no dependerán de nadie más que de los que habitamos este planeta.

El nuevo año, por sí mismo, no me hará mejor ni peor. Tampoco abrirá esperanzas, cada uno construimos la esperanza. El nuevo año no traerá otra cosa que una nueva oportunidad; es decir, tiempo y espacio que cobrará sentido en la medida en que ese tiempo y ese espacio me resulten conscientemente efímeros y me hagan saber que no tengo más que este día.

Hasta la próxima.