Desde que largó trapo en los primeros lances, la tarde tuvo remembranzas de campos de magueyes, gavilanes y rastrojos. Fantasmas de charros a caballo y damas porfirianas en carruajes se atravesaban por el ruedo. Sabores fuertes, a pulque, a mezcal  y a tequila. Rocío fresco y perfumado de jazmines arribó al dar sus verónicas de empaque y mucho garbo. Cuando recogió tela a la cintura para cerrar la serie, la cosa ya tenía evocaciones de mañana de domingo en un parque con vendedores de globos, fuentes de agua cantarina y palomas de plumas tornasoles. Campanas al vuelo llamando a la feligresía.

El quehacer de Jerónimo era de la más pura inspiración mexicana. Una lindura de toreo, brisa suave que barría el ruedo. En su segundo, de nombre “Viajero”, el diestro mejoró la cátedra sobre identidad nacional. Era una lección acerca de la más pura escuela mexicana, tan honda como la de Ronda o la de Sevilla. Faena de precio alto, cargando la suerte, temple en la franela, encajada la barba en el pecho y frente a un toro de verdad, es decir, trasteo legítimo. Era tauromaquia de antes, como fotografía del archivo Casasola, como notas del Huapango de Moncayo, o escenas de paisajes de José María Velasco. Toreo añejo, del bueno, del de Silverio y de Procuna, y de El Callao y de El Pana. Mezcla natural de sentimiento e inspiración elevada. Jerónimo había encendido la antorcha del arte, recordándonos con versos de López Velarde que la lidia mexicana “…es impecable y diamantina…”

Con la muleta, supo estar decidido y artista, aunque ante el comportamiento del de Caparica por el pitón izquierdo, decidió no apostar nada. Por el derecho, la lidia tenía ecos del Intermezzo de Manuel María Ponce. Cada serie la empezó con un muletazo imaginativo y después, la ronda la remataba con un pase de pecho poniéndose de faja al toro.

El encierro, por su parte, tuvo una presencia irreprochable. A los Caparicas se les notaba la edad y la buena crianza. Fueron bravos y emotivos. Espectáculo arrogante en los caballos. Los banderilleros se comportaron con suma prudencia, asunto que es el mejor indicador de la seriedad de los cornúpetas y de que estos llegaron a la plaza de Insurgentes con los pastos exigidos.

Los otros alternantes llevaban la bragueta en su sitio, aunque no la experiencia y la técnica. Sin embargo, estuvieron muy dignos. A Juan Pablo Llaguno el toro le quitó los pies del suelo y la mandó a la estratósfera. Con el cuerpo apaleado y raspones en el rostro, se levantó para quedarse sin hacer aspavientos ni una mueca de dolor ni venderse causando lástima. Ejemplo preclaro de categoría y vergüenza torera.

Antonio Lomelín nunca se acomodó, pero se mantuvo en la línea de fuego. Si no les dan toros, no podemos exigirles que tengan sitio, en carteles de toreros que no torean nunca, con que tengan corazón y agallas, basta. Los tres estuvieron torerísimos. Cartel modesto, pero si hubiera sido con figuras de primera línea, se los aseguro, no hubiéramos visto mejor corrida. Esta tarde fue de toreo auténtico. Cuando los toros dan miedo y tienen lámina, la fiesta adquiere la dimensión trágica que siempre debe acompañarla. 

Esplendor de la ganadería Caparica, encierro de libro, casta, estampa, madera en la cabeza, vitaminados y poderosos, toros con personalidad, que lograrlos así, es cosa de buenos criadores. Se arrancaban de largo al peto del caballo y romaneaban peleando sin pedir ni dar tregua, tanto, que dos de ellos ocasionaron sendos tumbos, cuatreños emocionantes. “Viajero” derribó al caballo y fue a por el picador, que se salvó de milagro de irse al hule con un tabaco, el merengue todavía alcanzó a llevarse a Jerónimo por delante. Genuina corrida de toros por la que los ganaderos Roberto Viezcas y Julio Manuel Muñozcano fueron llamados a saludar en el tercio. Uno mira una tarde así y se pregunta, ¿qué parte no entienden los de la empresa? ¡Con toros de estos, la gente volvería a la plaza!