Me pregunto: Qué pasaría si todo lo que damos por una realidad incontrovertible fuese cierta. Qué pasaría si lo que soñábamos cuando niños, lo que creíamos firmemente fuese verdad. Nos llevaríamos un sustote marca ACME y nos aferraríamos rabiosamente a nuestras creencias, porque durante toda nuestra vida nos han hecho creer loquera, tras loquera, engaños en que los únicos que ganan son los grandes, grandes, consorcios que cada vez se hacen más poderosos; aunque ya no hayan tierras que sembrar, ni agua, ni aire, ni forma de sobrevivir.

Somos como aquella cubeta llena de cangrejos, en la que cada uno de ellos quiere salir de ella aunque aplaste o descabece a los de abajo con tal de sobresalir por encima de los demás, de alcanzar la cima a costa de lo que sea. El problema es que ese “lo que sea” son otros seres humanos más débiles. En pocas palabras: no importa si para brillar descabezaré a mi congénere, porque los traeré como zombis con la tecnología y los sustituiré por robots que no necesitan Seguro Social ni prestaciones.

¿Quién tiene la culpa? Todos porque siempre nos dijeron que teníamos que ser más que los demás, ser los más poderosos y exitosos, para que los otros macehuales no nos pasen por arriba, y lo creímos.

Resultado final: ahora nos quedamos todos en la cubeta, muertos de temor hacia un futuro inalcanzable.

De niños no teníamos rencores duraderos ni odios jarochos, y si lo sentíamos, se nos olvidaba a la media hora de jugar canicas. No nos importaba si “el otro” era rico o si sus padres eran famosos… quizás si todos nos hubiésemos dado la mano para salir de la cubeta, ahora ya estaríamos afuera, en libertad.