En la Antigüedad antes del Papa Juliano, el año empezaba en marzo y terminaba en el décimo mes o sea en diciembre. A mí parece lógico que el año empiece cuando llega la primavera, porque la primavera trae consigo el nacimiento de la vida, del verde, de la esperanza de una renovación.

Se me hace ilógico que el año empiece en invierno, porque el invierno es lo que está a punto de terminar.

Yo tengo hartas esperanzas de que el marzo por venir, se convierta en el principio de un año lleno de vida, de sueños primaverales, en lugar del invernal enero que equivaldría a  seguir  encerrados en ideas y conceptos del pasado que, en su mayoría, son como cadenas, lastres que nos atan a pensamientos y costumbres que nada tienen que ver con nuestra obligación humana de evolucionar nuestra manera de razonar. 

Aferrarse al “así es”, porque “siempre ha sido así”, nos traerá frustración y dolor, porque la primavera, al contrario del invierno, trae en su costal de vida, grandes sorpresas, como es natural. Cada cosa que nace es por naturaleza diferencia, originalidad. Es decir, algo que sucedió hace un segundo jamás será igual a lo que suceda el segundo siguiente.  Lo que pasó ayer o la semana pasada nunca será lo mismo por mucho que se asemejen.

Así que, como dicen por ahí: “Flojitos y cooperando”, o mejor dicho “flojitos y razonando”. Pensar, palabra mágica que tan sólo la utilizamos para defendernos y sobrevivir, pero jamás para razonar en lo importante: en nosotros mismos.

Yo por mi parte, prefiero razonar sobre mí, para averiguar si sigo siendo igual de necio, igual de “mamerto” o si continúo pensando que mi palabra es la ley.  El hacer este pequeño, pero doloroso ejercicio le permite a uno descubrir si estás renaciendo o si sigues deshaciéndote por dentro porque no han evolucionado, permaneces viviendo en un invierno eterno que no te permite renacer como la primavera.

La mitad de febrero puede ser una gran oportunidad para convertirnos en una primavera prometedora, llena de una nueva vida… y de sorpresas.