En el ejercicio romántico que es la afición a los toros, una noticia así, da para irse a festejar. Dicen los portales taurinos que el ayuntamiento de Madrid, ha resuelto no vender la Venta del Batán, que la alcaldesa Manuela Carmena ha echado para atrás la decisión y que permitirá que el lugar se siga utilizando con fines taurinos, con la condición de que también se disponga para otras actividades.

La Venta del Batán está ubicada en la Casa de Campo, el parque público más grande de Madrid. El Batán cuenta con corrales, habitaciones con todos los servicios para los mayorales y, del mismo modo, tiene una cafetería. En ese lugar se mostraban los encierros de toros de las diversas ganaderías que participaban en la Feria de San Isidro. La construcción de las instalaciones contó con el apoyo de ese viejo de ideas magníficas que fue don Livinio Stuyck, autor de la feria madrileña de mayo.

Un lugar como la Venta del Batán tiene la posibilidad de verse desde muchas perspectivas. Allí, los turistas pueden acudir para vivir de cerca el ambiente taurino, porque en un sitio como este, se encuentra a mucha gente del toro: Mayorales y vaqueros pendientes de sus encierros, novilleros que acuden a sentir de cerca al compañero protagonista de sus sueños, taurinos discutiendo de encastes, trapíos, tamaños, corpulencias y faenas. También, acuden espadas y apoderados. A la afición entendida, le da la oportunidad de comparar lo que matan los toreros de guerra y lo que lidian las figuras. Los que van a asistir a los festejos, en base a los animales expuestos, pueden escoger que casas ganaderas quieren ver. Todo queda en evidencia, porque en cada corraleta están los toros y un cartel con el nombre de la ganadería y de los tres matadores que los van a torear. Con ello, quedan a la vista de la opinión pública, el prestigio y la honestidad del presidente y de los veterinarios que aprobaron los cornúpetas y, desde luego, la reputación de los ganaderos y el crédito de los diestros que van a lidiarlos. Al respecto, me revuelco en el suelo de la risa tan sólo de imaginar una corraleta exponiendo a la vista de todos, los encierros de teofilitos y de ferdinandos. Sería un petardazo monumental, sabroso cachondeo gitano. Aunque me pongo a pensar, que hay espectadores que después de conocer las sardinas, aún pagarían su boleto, felices irían a la corrida y por lo demás, aclamarían jubilosos al torero que les ha pegado el palo.

La muy buena noticia es un aliciente. Recuperar lo que ya estaba perdido forma parte de las grandes alegrías de la vida. No pido tanto para nuestro México. En primera, porque en la capital del país no se da una feria con sus corridas diarias, sino una temporada con festejos semanales que dura cuatro meses o más. Lo que sí convendría que pasara y no pasa, es que debería existir una norma para que los encierros a lidiarse cada domingo, estuvieran expuestos al público desde media semana antes. Además, que al aficionado no se le mire con antipatía, ni se le trate como un entrometido molesto, sino como el cliente y patrocinador que es del espectáculo, se le permita ver los toros en las corraletas y que eso suceda con un trato amable y se le ofrezcan comodidades. Son contadas con los de dedos de una mano -una de los Simpson que sólo tienen cuatro dedos- las empresas que muestran los toros días antes al festejo. Todavía son menos, las que tratan bien a los asistentes al sorteo y enchiqueramiento. Para Puebla, mi ciudad, no pido tanto, con una plaza digna, que, por lo menos, de corridas de toros, aunque sea en plan parodia a la que nos tienen tan acostumbrados, con eso, me conformo, porque aquí ya no se da nada.