La corrupción, desde el significado lingüístico de las palabras, se refiere a un término asociado a la idea de hacer estallar en pedazos la rectitud de una persona y obligar, al que práctica la honestidad, a capitular y doblegarse ante la presencia de una tentativa corruptora.

La definición de la palabra de manera definitiva lleva a otra que su opuesta, para hablar en términos dialécticos. De tal manera que corrupción y honestidad constituyen un componente conceptual en el que una cosa y otra entran en juego (o lucha y disputa) en escenarios específicos.

Esta dialéctica de la corrupción y la honestidad a partir de conceptos lingüísticos, colocada en un contexto social, nos da cuenta de un fenómeno social en el que se coloca por encima de la corrupción a una sociedad valorada como honesta y a la que se le corrompe.

La lógica de este punto de partida, o de lectura del discurso de la corrupción, es una especie de sociedad pura a la que se acerca el mal, que es la corrupción. Pero construido así el problema no lleva a otro sendero que al de una especie de idealización de una sociedad que se ve amenazada.

La inconsistencia de este modo de ver la corrupción que se acerca mucho al modelo que por lo general se nos presenta sobre este fenómeno, consiste en que la sociedad es figurada como una sociedad inmaculada que se ve amenazada por fuerzas que se alzan como potencias en su contra.

La defensa en contra de esa amenaza, que en este caso es la corrupción, dice que para el efecto se deben tomar medidas legales y morales, que le permitan a la sociedad alinearse sobre el principio de una sociedad ajena a ese tipo de conductas, expulsando o debilitando a aquello que la amenaza.

Sin embargo, la corrupción no es una amenaza que apunta en contra de la sociedad, sino que es parte de los fundamentos en los que se sostiene la sociedad. La corrupción sirve para enriquecerse y obtener más poder. Socialmente, son menos los que se juzgan porque también es un mecanismo para equilibrar los poderes.

Por lo que, el discurso anticorruptivo, va dirigido a darle certeza a los grupos de poder de las élites y a hacer política con respecto a aquellos que ocupan la parte baja de la escala social. Busca regular conductas desviadas en beneficio de las propias élites.

Más precisamente, y más allá de los sesgos lingüísticos, la corrupción es una expresión del poder que se manifiesta como una manera de ejercer un cierto derecho a apropiarse de aquello que le permitirá a quien la práctica ser más que los demás, como dice sobre el poder autores como Heidegger, al interpretar a Nietzsche.

La corrupción se ejerce porque permite incrementar el poder. La corrupción no solamente es acumular dinero de manera indebida, doblegando a los “honestos”: la corrupción como mecanismo de poder sirve para incrementar el poder y los beneficios que éste proporciona. Es parte del acceso a las élites y de la consolidación del poder.

La corrupción como discurso globalizador posmoderno 

La corrupción como discurso de la modernidad o globalizador posmoderno, busca establecer reglas morales (con variaciones discursivas), que eviten el saqueo de una riqueza que dicen las normas creadas por las élites, es para ellos y las vías de acceso se deben respetar.

La aparición del discurso construido sobre una moral anticorruptiva de la posmodernidad, busca darle estabilidad a las élites con respecto a las normas de la apropiación. Es una manera de garantizar que tendrán acceso a las riquezas previamente predispuestas a través de múltiples mecanismos de poder.

En un contexto electoral sirve también para propósitos que tienen que ver con la captación de votantes. La ventaja para las élites políticas inmiscuidas en estas prácticas es que a ellos las leyes los juzgan de manera diferente con respecto al ciudadano común y corriente.

La invención del discurso de la corrupción como una desviación individual o de un grupo social y, como contrapartida, el esfuerzo por abatirla con medidas legales, penales o morales, deben entenderse como discursos normativos.

Se busca sujetar a ciertos actores a determinadas reglas sin que cambie lo social, la sociedad que reproduce la corrupción como un mecanismo de reclasificación al interior de las élites, pero también de protección de los intereses de las más poderosas.

Las clasificaciones de las naciones más o menos corruptas, llevadas a cabo por la OCDE, no es otra cosa que un discurso para garantizar la parte del león será puesta disposición, para su aprovechamiento, entre los miembros más poderosos de esa organización.

Lo anterior no quiere decir que, entonces, no se deben juzgar hechos individuales como ahora ocurre en México. Se debe hacer, pero ante ello no se debe olvidar que existen prácticas fundantes de lo social que tienen su origen precisamente en la corrupción.

Asimismo, las prácticas contrarias a la corrupción, de ciertos grupos o agentes, debe entenderse más allá de lo electoral. Son parte de los mensajes que simbolizan que habrá cierta garantía para que las élites más poderosas serán protegidas en cuanto a sus intereses.

Y, en apariencia, el gobierno que gane les garantizará esa condición. El mensaje es muy claro y dirigido a estos grupos por los candidatos presidenciales, en el caso de México.

Ahora bien, independientemente de la moralidad de quien impulsa medidas que sancionan la corrupción, nada cambia sin cambiar lo social en que finalmente se funda la corrupción: formas de apropiación y de reclasificación de las élites por la vía del saqueo de la vida institucional estatal.