Trece mil ejemplares es una cifra cósmica. Sepan ustedes, que esa es la cantidad de volúmenes que se han vendido de la obra escrita por el apoderado Néstor García. Toda una hazaña, si se toma en cuenta  que corren tiempos en que los libros que hablan de toros no le importan a nadie y ya casi han desaparecido por completo de los catálogos de las librerías. Iván Fandiño. Mañana seré libre, ha logrado llegar a la tercera edición en su muy corta vida, tiene un poco más de un mes que fue presentado en el teatro Bellas Artes de Madrid con una audiencia muy concurrida y aunque está disponible en Ecuador y Perú, apenas aparecerá en Colombia y México. Además, ya se prepara la versión en francés, y con lo que los gabachos lo querían, se estima que los niveles de ventas alcancen las cimas del Himalaya.

No hay en la historia del toreo, una expectación de tal magnitud por un libro. El autor estaba dispuesto a escribirlo desde mucho antes que la tragedia en el sur de Francia aconteciera, el desenlace trágico sólo precipitó la decisión. Es que la historia de Iván Fandiño habla de los esfuerzos heroicos de un hombre por salir adelante. Lo que el apoderado escribe rompe los muros del blindado mundo de los amos del toreo.

“El Juli ha sido el torero que más daño ha hecho a la carrera de Iván. Él y lo que manejó”, dijo el apoderado en una entrevista para el periódico ABC. Declaraciones de ese tipo, sumadas al relato de los esfuerzos estoicos del diestro, la relación tan cercana entre el espada y su apoderado, el comparar a la mafia taurina con la mafia siciliana, el aspecto sensible referente a la carta que el diestro cargaba a cada sitio en el que actuaba y en la que se despedía de los suyos, más el anecdotario taurino, han servido para que diletantes y lectores no aficionados al toreo hayan elevado las ventas a unas cifras que nadie esperaba.  

Dicen que el “hubiera” no existe -y el “haiga” menos, completo yo- pero que hubiera pasado si Fandiño no muere por la cornada de “Provechito” de la ganadería de Baltasar Iván y, supongamos, llega a la cima. ¿Habría luchado por dignificar la fiesta de toros? ¿Hubiera puesto a todos en su sitio?, ¿Hubiera metido en cintura al G-Cinco?, o ¿hubiera tomado el comodísimo camino reservado a los que alcanzan el pináculo del toreo?

 El que escribe, considera que sería esto último. Lo de los héroes está muy bien en tanto no llegue el cortijo, el Mercedes, la cuenta de cheques bien gorda y, desde luego, los “domeqcitos” acompañados del pretexto sandunguero de lo del toro a estilo y su versión opuesta, el del contraestilo. Lo que pasa es que la muerte es la gran exaltadora del ideal y hace que  alguien en la memoria se convierta en una leyenda.

Recuerdo la tarde en que Iván Fandiño toreó por primera vez en Tlaxcala. Lo hizo con El Pana y Sergio Flores, matando un encierro de Rancho Seco. Por el callejón, se paseaba Néstor García atento al quehacer de su poderdante, se percibía una amistad muy sentida entre los dos. En el tendido de sol estaban sentados un tipo y sus dos hijos, hombres ya adultos estos últimos. Durante la corrida, no se cansaron de gritarle al diestro que los animales que estaban lidiando eran unos erales, cosa muy cierta. Desde luego, el festejo fue anunciado como corrida de toros y así fueron cobradas las entradas. En las barreras, también, estaba mi colega y amigo Leonardo Páez.

Al anochecer, en una cervecería cercana a la plaza, sin habérnoslo propuesto, sino por esos misterios de la vida, coincidimos los cinco. El padre y los hijos se sentían burlados por lo que se había lidiado aquella tarde. Su indignación era mayúscula nos relataron, porque habían viajado desde la ciudad de México para ver esta actuación, pero, sobre todo, estaban tan furiosos que se podían asar chiles en sus lomos, porque dos gorilas de la empresa -esos sí tenían el peso y la edad requeridos para sus funciones- fueron hasta sus lugares a amenazarlos, diciéndoles que o se callaban o los iban a echar a patadas de la plaza.

Nada de qué extrañarse, así son las cosas. Iván Fandiño murió a consecuencia de una cornada y desde ese día, su historia empezó a tomar tintes de leyenda. La muerte por herida de cuerno, libra a los toreros de la total decadencia y les pone aureola, así escapan de la realidad a la que están condenados: no hay quien resista jugarse la vida cada ocho días. Es que entre lo sublime del mito del héroe y lo pedestre, sólo existe una frontera dividida por un hilo delgadísimo que se llama condición humana.