Mucho se habla y se denuncia la violencia desde la comodidad de nuestras pantallas. También, son muchas las marchas y las movilizaciones que reclaman una legislación más contundente y medidas más severas de castigo a los agresores que impunemente convierten los hogares en verdaderos infiernos.

Todo eso está bien: nuestra manera actual de vincularnos permite conocer de manera inmediata, actos que en el pasado quedaban en la oscuridad y, evitando el castigo, se convirtieron en una manera enferma de vivir.

El punto que ahora ocupa mis reflexiones parte de esa trillada frase que a fuerza de repetirse —como sucede con todos los aforismos y las frases célebres—, pierde sentido y sirve para hacer memes o baratos consejos de superación personal: me refiero a aquello de “la violencia no se puede contrarrestar con violencia” o “la violencia genera violencia”.

Como sucede la mayoría de las veces, las síntesis que hace la llamada sabiduría popular para convertirla en refranes o dichos, lleva mucho de verdad, pero, a mi parecer, lleva mucho de comodidad.

Una comodidad que permite al mismo tiempo hacernos partícipes críticos, consejeros, filósofos de lo cotidiano, pero que impide una mirada al interior de cada uno.

Desde mi punto de vista, hay actos violentos que, muchos otros no consideran como tales: uno de ellos es el mal humor; otro es ese sentimiento de víctima permanente. Hay violencias como la de aquél que exige que se le reconozca y se le aplauda el no ser un delincuente a pesar de la mala vida que ha llevado; la de los que exigen tolerancia desde la intolerancia.

Nos indigna, y con razón, cualquier hecho que refleje abuso, falta de respeto y desdén hacia los derechos humanos, o peor, aún: cualquier hecho que pisotee esos derechos, y quede en la impunidad. Pero nuestra indignación -que debería no rebasar nuestra primera reacción- se convierte en la conducta y en el principio de acción de muchos que pasan de víctimas a victimarios.

Alain Tourain, en una de sus obras más famosas: “¿Podremos vivir juntos?”, hace una extraordinaria disección de una convivencia humana que poco promete para el alcance de la solidaridad y de la paz.

Trataré de hacer una interpretación sobre el pensamiento de este filósofo social de origen francés: Imaginemos nuestra propia historia, imaginemos aquellos años en los que la mujer carecía del derecho al voto. Ahora imaginemos algo más cercano: la falta de acceso a ciertos bienes que solamente se ofrecen al adinerado; bienes que se crearon robando y usurpando zonas que en otros tiempos pertenecían a zonas públicas. Imaginemos siglos enteros de burla, escarnio y rechazo a los homosexuales.

Una vez que hayamos imaginado eso, ahora veamos en qué se han convertido esas realidades, en qué se han convertido los grupos que enarbolan la denuncia de esos abusos de poder.

Las realidades se han convertido en campos de batalla, y el denunciante se ha vuelto una fiera. Y esto es una consecuencia natural de la injusticia que a la postre genera siempre dolor y lucha encarnizada.

Eso es a lo que quisiera referirme: estamos construyendo un mundo de tuertos, como lo vaticinaba Gandhi, cuando dijo que, si aplicáramos le ley del Talión del ojo por ojo y diente por diente, tendríamos eso, un mundo de tuertos.

Benditos sean aquellos que han levantado la voz para reclamar lo arrebatado, sí, pero la indignación y el odio contra el que se levantan hoy ha engendrado herederos enfadados, que no proponen el diálogo y el abrazo, sino que hablan desde la desesperanza y la acusación constante.

No me voy a detener a dar ejemplos, mejor le invito a que se detenga usted a leer, a escuchar, a ver, los contenidos de las consignas y los discursos de los que ayer fueron pisados: son discursos de odio, de radicalidad que más que la paz y la igualdad, pareciera que buscan la venganza.

No lo sé, pero creo que, en estos momentos, -momentos que reclama la historia, por supuesto- no hemos vuelto los ojos hacia los ojos del otro. Estamos en la edad en la que hemos desencarnado los derechos. Y Creo que solamente cuando vuelvan a encarnarse en el hombre, en mi hermano, tal vez dejemos de matarnos desde nuestros radicalismos.

Hasta la próxima