Así es esto: lector querido, tres de mis cuatro lectores son de gustos un tanto primitivos, tienen el mismo gusto que las vacas: les gustan los toros. Ahora, eso no quiere decir que sean malas personas o de mala entraña, simplemente son un tanto apasionados, vaya, podría yo decir que son hasta un poco primitivos en sus andares de arena tinta de pasión y duelo.

La pasión que vive el amante del toro y su viril carácter a veces raya en una especie de locura que no tiene parangón. A veces le dicen arte, o lo comparan con la poesía; es más, grandes poetas y pintores de fama se han visto subyugados por esta rústica pasión que se dibujaba ya en las mismísimas pinturas rupestres o en los frescos de la Creta griega.

Eso me dice una sola cosa, seguimos siendo los mismos rupestres desde que el hombre ha sentido la necesidad de mostrar su habilidad frente a un animal que, a todas luces es más grande y fuerte que él; quizá para mostrar o demostrarse a sí mismo que la habilidad es superior a la fuerza animal; cosa que en mí no taurina afición, no requeriría de demostración alguna.

Ahora, también es justo reconocer que el toro es un animal único, un animal que muestra muchas características del hombre mismo y, entonces, el torear se vuelve una lucha cuerpo a cuerpo entre un hombre hábil y otro ser que vive más cerca de sus instintos naturales.

De cualquier forma, esa lucha es bella, donde yo no concuerdo es en la necesidad de darle matarili al pobre cornudo que pastaba plácidamente por el campo. Pero en fin, el respeto al capote ajeno, es la paz, diría aquel. Es mi deber reconocer que se necesitan muchos calzones para bailar sobre la arena o, como decía el baturro: estar chalao de la cola.