Ahora resulta que podemos agredirnos, insultarnos e, incluso, calificarnos mutuamente de ignorantes, cortos de entendimiento y, hasta estúpidos, pero hacemos un pacto tácito en el que aseguramos que nuestra amistad no se verá afectada.

Pues para mí esto es un buen mito, una buena excusa para perder el respeto y dar rienda suelta a mis rabias, mis consideraciones cargadas de emotividad y hacer creer que no van contra nadie porque no están rotuladas y no tienen destinatario específico.

Ejercemos la libertad de expresión, aunque en verdad como dice Adela Cortina, ejerzo la libertad de MI expresión, lo cual no abona necesariamente al diálogo.

¡Cuánto ha avanzado la tecnología y qué poco el afán por encontrarnos! Esa es la ironía de las redes sociales, en la que cada día se acortan más las distancias, es verdad, y estamos tan cerca que nos resulta fácil escupirnos a la cara, trasgredir la privacidad, insertar absurdos, falsedades y dar rienda suelta a esta paradoja en la que anhelo la aprobación de muchos y me escudo en un anonimato —que podríamos llamar funcional, pues me funciona—, sin ningún peligro de afectar mi conciencia; sin asumir que esas letras o sentencias que publico, soy yo mismo y que, en cambio, insulto a muchos y a nadie, como si eso fuera posible.

Nuestras referencias, al momento del desahogo, provienen de haber vivido alguna experiencia y de nuestras creencias y conocimientos, pero se encarnan en actores de carne y hueso: no conocemos el mal, conocemos personas malas; no conocemos la estupidez, conocemos a los estúpidos, pero, resulta muy complicado decirle a alguien a la cara que es un malvado y un estúpido, y entonces acudimos a lo que hoy es políticamente correcto (término contemporáneo que yo traduciría como hipocresía, pero, cada quién), para poder despotricar y lanzar insultos y descalificaciones al aire sin que “nadie se sienta ofendido”, pero que sí se sienta ofendido, porque no hay nada más placentero para el desahogo que decirle al otro tres o cuatro frescas, y quedarnos tan tranquilos porque hemos sacado el rencor desde lo más íntimo de nuestros ánimos.

Hemos oído decir que en tiempos electorales los ánimos se exacerban. Eso, a mí no me preocupa: me preocupa que los ánimos se conviertan en una guerra de descalificaciones, al más puro estilo del furor de un partido de futbol donde la fidelidad a mi equipo me obliga a decirle al contrincante que el suyo es una basura.

¿De verdad voy a poder ir a cenar con mi amigo priista después de haberme referido a ellos como los “meados”; de verdad compartiré una mesa con mi amigo que es pejezombie, o con esta otra que es partidaria de canaya?

Son los ánimos electorales. No. Es una descalificación, es un insulto y poco nos ayudan estos epítetos, porque repentinamente nos acordamos de la historia y somos muy analíticos durante unos meses.

Estamos construyendo nuevas formas simbólicas de la convivencia humana en el campo de la política, son símbolos de desesperanza donde asumimos que no somos capaces de dialogar, sino de combatir, de lanzar la bala certera para vencer al otro.

¿Estamos hartos y desilusionados de nuestros gobernantes? Y quién me pregunto, los llevó ahí, de una u otra forma. ¿La mano invisible de Stuart Mill? ¿Quiénes solapan la vagancia y la corrupción, la dinámica convenenciera…?

El dos de julio, volveremos a ser “tan amigos como siempre”. Espero que NO, por lo que a mi toca, no. Ojalá seamos amigos de otra forma, pero no “como siempre”, que eso es lo que nos ha roto como mexicanos.

Hasta la próxima.