Mientras el gobierno mexicano, tolera a bandas delictivas, en la vida real se consolida una figura de país colonial que poco a poco va trasladando su sistema económico local hacia manos de inversionistas externos.

Lo político opera en esa lógica imperial, desde que Miguel de la Madrid asumió el cargo como titular del Poder Ejecutivo y, más tarde, continuó con los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari así como los gobiernos de derecha, de corte panista.

La incorporación de México al mundo de la globalización debe entenderse como un paso definitivo que inserta a México en la órbita de los grandes imperios, pero particularmente a la región que encabeza nuestro vecino del norte.

El discurso de la globalización no es otra cosa la modernización de viejo discurso que impulsaron las antiguas potencias coloniales, bajo la creencia de que llevaban el progreso y una nueva cultura a las naciones “salvajes” o atrasadas.

La violencia material (los cañones), que antiguamente acompañaba a los imperios y que servía para imponer temor a la población de las naciones consideras como inferiores, ahora se ha modificado sustancialmente.

Aunque los imperios conservan los instrumentos materiales de violencia, inclusive más refinados, han encontrado en el Crimen Organizado a una variable que han sabido orientar y capitalizar a su favor, después de la caída del bloque soviético.

Las invasiones ya no se acompañan de tropas enviadas por los emisarios de las compañías de los imperios. En las mismas naciones han logrado articular un tipo de violencia que desempeña el rol que en el pasado estaba reservado los ejércitos imperiales.

Durante la fase que podríamos llamar de “oro” de los imperios capitalistas del siglo XIX y principios del XX, no confundir con los imperios coloniales del siglo XVI o el que corresponde a las guerras coloniales en determinadas regiones como África y Asia, el ejército imperial cumplía la función de una amenaza potencial.

Los imperios económicos se imponían a través de la figura discursiva del progreso que, como ya hemos apuntado, citando a Mattelart, es mucho más efectivo que el uso de la fuerza militar y su influencia entre la población llega más lejos sin gastar una sola bala.

En el contexto actual, las élites imperiales han logrado articular el discurso del progreso al de la globalización que ha logrado ocultar ante los ojos de las naciones dominadas sus verdaderos intereses.

Pero bajo ese marco, la recomposición del poder de clase implica además la necesidad de desarticular la organización lograda por la población que en el pasado le sirvió para no solamente retar a las élites sino también arrebatarle algunas muy importantes conquistas.

Las élites mundiales comprendieron que eliminar la organización y recuperar las conquistas que en el pasado le fueron arrebatadas por la población, requería no solamente de la colaboración de los gobiernos locales sino también de otros instrumentos que les permitieran facilitar el proceso de recolonización.

Por lo que si bien es cierto que la fuerza militar de las grandes potencias se enfoca a mantener una fuerza que se pueda traducir en hegemonía mundial ante la redistribución del poder multipolar mundial, las élites contemplaron otros instrumentos que les permitan imponerse en el ámbito cotidiano sin que se les acredite alguna responsabilidad.

Es más, que su llegada se viera como un respaldo a la violencia “nativa” cuyo discurso se ha orientado a explicarla en torno a la existencia de una especie de hombres malvados o de la pobreza y falta de oportunidades, sin tomar en consideración los intereses que existen detrás de robustecimiento del crimen organizado.

Las bandas delictivas han logrado reproducirse a partir de la fuerza que han logrado acumular a partir de la compra de armas que tienen como origen la industria armamentista norteamericana, y marginalmente rusa e israelí, pero también a partir de la tolerancia de estrategias gubernamentales construidas a modo.

Esta tolerancia disfrazada de “Guerra contra el Crimen” (calderonista), más bien sirvió para activar con mayor fuerza la necesidad de atemorizar a la población, haciendo visible su presencia apenas perceptible, por los habitantes del país, en aquellos años, en algunas regiones del norte del país.

Lo que puede aparecer sorprendente, y que en realidad no lo es porque es parte de una misma trama, es que ante la violencia local los grupos empresariales norteamericanos y de otras naciones actúan como si supieran de qué se tratara.

Las inversiones continúan en el país, salvo algunas excepciones, como parte de una estrategia colonial y de que existe certeza de que el modelo de anulación de conquistas, eliminación de formas de organización social e incremento del miedo, son parte de una estrategia imperial.

Los administradores de la reciente llegada de inversionistas privados extranjeros, de empresas multinacionales distribuidoras de gasolina, no les atemorizan las zonas en donde se extrae gasolinas de manera ilegal y son zonas de grupos criminales.

En esas mismas regiones ya tienen estrategias para invertir. Parece como si supieran que la extracción ilegal y su visibilidad como fenómeno delincuencial, fuesen parte de los preparativos para que estas mismas empresas entraran “al quite” como los nuevos propietarios ya no de los ductos sino de toda la industria petrolera en su conjunto.

Ese es el temor de Meade y de quienes lo respaldan: que eso se termine con la narcoeconomía imperial.