Lo traigo en la cabeza. Para el que esto firma, las corridas trascendentes son aquellas en las que los toreros tienen que hacer esfuerzos humanos, que incluyen el valor, la fuerza de voluntad y la grandeza, y denuedos técnicos, para estar a la altura de los toros. Desde luego, sobra aclarar que me refiero a toros encastados, es decir, con mucha bravura y movilidad. Por el contrario, considera la lidia una parodia grotesca cuando un torito tonto, noblote y suave, hace esfuerzos por ponerse a la altura de su matador.

Muy entipada, la corrida de De Haro fue conformada por media docena de cárdenos, con la edad, el peso y el trapío necesarios, para representar dignamente el drama del toreo. Fue el sábado en Tlaxcala. La nobleza encastada es un tesoro, pero, no se debe olvidar que para poder torearlos “bonito”, los diestros, primero, tienen que imponerse. No hay nada más bello que una corrida de toros fuerte, brava y con edad. El acometer violento del verdadero toro tiene una belleza poderosa, mágica e impresionante. Luego, si el matador logra templarse y domina a esa fiera, la faena aumenta la belleza natural de la acometida y la convierte en un embestir armonioso y rítmico, entonces, entre los dos, fundiéndose en un solo conjunto, componen imágenes de estética superior.

No hay en la vida espectáculo más hermoso, que ver a un toro cuando aparece imponente y veloz desde la oscuridad del pasadizo de toriles a la claridad festiva y luminosa del ruedo. Verle correr por el círculo, enfrenando justo antes de los burladeros para tallar a cornadas la lisura de las tablas. Esos galopes con la divisa ondeando al viento, convierten el plató en el escenario más sublime del mundo. De eso, nos acordamos el sábado al disfrutar asombrados la belleza de los grises, casi ensabanados, de De Haro. Por ello, a todos les aplaudimos de salida. Preciosos de estampa, bajos de agujas, enmorrillados, de cabos finos y la borla del rabo muy tupida. Hubo un cárdeno oscuro, que era la viva imagen de cualquier toro de Piedras Negras que se haya plasmado en las viejas fotografías de principios de siglo. Es que los toros de De Haro conservan la pureza de su raza. El punto en contra fue que las cornamentas de varios de ellos estaban dañadas. Los chiqueros de la plaza de Tlaxcala son muy pequeños y encerrar allí a merengues muy bravos, provoca que se destrocen los pitones asediando las paredes.

Jerónimo, José Luis Angelino y Alejandro Lima El Mojito hicieron el intento de ponerse a la altura del bravo encierro. No lo consiguieron, pero agradecidos apreciamos los afanes y los detalles pintureros, una serie de verónicas, un remate de los que cierran el horizonte a la cintura, ramilletes de naturales y derechazos. La tercia de espadas, ya lo sabíamos, tiene arte y los arrestos de enfrentar toreando con hondura una corrida seria.

Sin embargo, ninguno de los tres espadas se acordó de que había casta y que se podía colocar a los toros a distancia, para que se arrancaran de lejos al caballo. Una sola vez, ¡claro!, porque la puya utilizada era más grande y dañina que una ametralladora anti vehículo blindado. Los puyazos arteros nos privaron de la parte que seguía, aunque los Haros fueron emotivos en banderillas, y luego, todavía tuvieron fuerza para embestir y morirse con el hocico cerrado. Salvo algunos muletazos finos, no pudimos disfrutar del bellísimo juego fugaz y en serie, que es una tela perseguida por los pitones furiosos y templados.

No hubo ni una faena memorable, pero nada se compara a la placidez que deja una corrida como la del sábado en Tlaxcala. Bueno, tal vez sí. Quizá pueda compararse con una reconciliación amorosa, o con el volver a casa después de un largo viaje, o con la sonrisa de una mujer muy guapa. Fue una sensación amable muy parecida a la que deja la lectura de un poema hondo, el viento acariciando la cara en un galope a media tarde o, después de ver pasar los años, saber, a ciencia cierta, lo que se ama en la existencia.